En un mundo de dos lenguajes incompatibles, el demócrata y el comunista, los jóvenes venezolanos son la primera generación que creció en medio de ambos y a ambos los conoce desde la infancia.
No hablo de programas de computación, si bien a esos también los jóvenes los dominan mejor que sus abuelos, sino de algo que en el pasado, por tratarse de valores distintos, transformaba en analfabetas del chavismo a los usuarios de la democracia, y viceversa. Por primera vez, hay una generación que creció con conocimiento de ambas lenguas y actúa en consecuencia.
Venezuela ha sido sometida a dos décadas de sostenido esfuerzo para implantarle el “lenguaje” desarrollado desde Cuba, sin que la mayoría de los venezolanos, demócratas natos por haberlo sido siempre, hayan podido comprender siquiera el mecanismo que estaba en marcha. Es que se trataba de un modo de pensar, hablar y actuar, tan ajeno a su comprensión, que era como escuchar un idioma extranjero, que nadie entiende. No se daban cuenta que se trataba de un sistema completo, perfeccionado a lo largo de muchos años. Un sistema donde lo principal es sustituir las normas de convivencia por un solo valor superior a todo, llamado revolución. La cual a su vez, debe mantenerse en manos de un solo grupo, que se ha atribuido la representación de toda la nación y se ha adueñado de sus riquezas.
Sería un error pensar que se trata de algo nuevo. Es un sistema que nació cuando en los albores de la revolución marxista, en los inicios del siglo XX, muchos ilusos creyeron de buena fe iniciar una era de igualdad y un bello futuro para sus respectivos países, a tal punto que crearon una “Internacional” que iba a cambiar al mundo. El primer país donde arraigaron fue Rusia y allá se autoproclamaron “Partido Obrero Socialdemócrata”, se les llamó al principio “mensheviques” (minoría), pero a las primeras elecciones sorprendieron ganando una indiscutible mayoría, lo que les permitió obtener el control de la principal ciudad, Petrogrado, y hacerse del poder ejecutivo, que se llamó ”Comité Ejecutivo Central Panruso”.
Para saber lo que vino después, cito la Historia: “A principios de junio 1917, la oposición formada por mencheviques y socialrevolucionarios se hallaba muy fortalecida en las comunas (soviets), los sindicatos y otras organizaciones, y parecía contar con posibilidades notables de lograr una mayoría en el próximo V Congreso de los Sóviets (el parlamento). En julio se produjo una situación caótica de represión de ellos, con una serie de arrestos, fusilamientos, huelgas y manifestaciones entremezcladas. A comienzos de agosto, los mencheviques y los socialrevolucionarios ya habían sido expulsados de varios consejos provinciales”. Adivinen cómo se logró ese cambio: con unas bandas armadas que se consideraban dueñas de la revolución.
Estamos hablando de cosas que ocurrieron hace exactamente un siglo: junio y julio de 1917. Allí apareció la primera mentira al eliminar la mayoría y exterminarla. A partir de allí, cada nueva mentira arrastró a otra: para aparentar una mayoría que no existía, hay que trucar las elecciones; para eliminar a los oponentes, hay que acusarlos de crímenes imaginarios y encarcelarlos; se hizo necesario el control total de la información. El sistema se fue perfeccionando. Generaciones enteras fueron criadas bajo valores invertidos: el malandro represor se recompensa y el justo que es la víctima, se castiga.
Entretanto, la propaganda internacional recibía los mayores recursos del sistema, para enganchar a cuánto nuevo iluso les era posible. No fue sino a finales del siglo XX, que llegó la reacción y el Este de Europa se sacudió el comunismo, emergiendo uno tras otro los países arruinados y con inflaciones superiores al mil por ciento. En otros predios, como Cuba y Corea del Norte, la dictadura de una sola familia dinástica, todavía logra mantenerse a fuerza de represión y lavados del cerebro, siempre sobre la base del sistema instaurado en Rusia en 1917.
Cuando en Venezuela empezó a implantarse la influencia cubana, los venezolanos no entendieron que se les estaba imponiendo un cambio de sus valores. Para los venezolanos, el honesto merece recompensa y el corrupto un castigo, no admiten que fuese lo contrario y mucho menos que fuera por orden superior de un gobierno. Fueron tres lustros de diálogo de sordos, hasta que creció la generación que sí conoce los dos lenguajes y es la primera en saberlos comparar. Conocimiento que pagan con sus vidas y que al principio, les valió la incomprensión de los mayores.
En 2014, cuando los jóvenes estaban sacrificándose en la calle, los mayores todavía no entendían la situación. Recuerdo que cuando fueron a dialogar, titulé mi artículo “Raúl abrió la champaña”, porque con los jóvenes en la calle ya estaba derrotado y lo salvó el tal diálogo.
Volvamos a los dos lenguajes incompatibles. La palabra “diálogo” para el demócrata son concesiones de parte y parte para llegar a un entendimiento que será cumplido por ambos. Para los criados en el mundo de inversión de valores, una vez llegado al entendimiento, no hay obligación alguna de cumplir lo prometido, salvo que fuera para ganar tiempo y reorganizar sus vencidas filas. Además, ni lo esconden, porque basta citar a Lenin, quien colocaba por encima de todas las consideraciones “La apremiante necesidad de una ruptura completa y definitiva con las ideas de los demócratas.» (Lenin, 1894).
El madurismo se revela hoy como la prolongación de una secuencia centenaria y si seguimos lo que enseña la Historia, cabe observar que el destino más sacrificado ha sido el de los mensheviques que soñaron con un socialismo ideal y fueron sistemáticamente exterminados, por considerárselos el más peligroso de todos los enemigos. Dónde fructificaron sus ideas fue en los países democráticos: allí nutrieron las presiones sindicales que a la larga se impusieron y modificaron hasta el capitalismo más salvaje.
Si aprendemos de la Historia, temo que el ala del chavismo originario que hoy enfrenta a Maduro, tendrá que soportar, al igual que los ilusos de antaño, una persecución que contra ellos será implacable, pero si logra formar su fracción parlamentaria, tiene posibilidad de sobrevivir y pasar a ser un factor de equilibrio cuando se habrá terminado la actual pesadilla.