Por más que uno considere todas las posibilidades de sobrevivencia de la constituyente, no hay manera objetiva de vaticinarle larga vida, por más que ella intente imponerse mediante represión, propaganda y quizás, envío de trigo ruso.
Alea jacta est -la suerte está echada- fue la frase atribuida a Julio César cuando cruzó el río Rubicón, para entrar a Italia con su ejército, violando las leyes romanas que lo prohibían. Con ello rompió la tradición republicana de su país, convirtiéndose en dictador apoyado por su ejército, lo que al final le costó la vida. La comparación viene al caso al ver que Nicolás Maduro se la jugó toda con una Constituyente y cuando cree haber ganado la apuesta, en realidad la está perdiendo. Felizmente para él y para seguir con la comparación del desafío al Senado Romano, en el siglo XXI nadie pierde la vida por un traspié político, solamente se le incautan las cuentas bancarias y se va al exilio o a una cárcel.
La apuesta de la Constituyente es el Rubicón de Maduro. Cruzó una línea prohibida y el mundo se alineó en su contra. Esperar que su plan prospere más allá de sus intentos de «legalizar» la persecución de sus adversarios políticos, es tan ilusorio, que asombra la ingenuidad de los más de 500 constituyentes que apostaron su propia suerte en este juego donde de antemano se sabían perdedores.
El problema que les viene no es cualquier cosa. La fiscal Luisa Ortega Díaz está armando el expediente que desde ahora, coloca no solamente a la plana mayor del actual gobierno en la situación de acusados ante los tribunales del mundo, sino que a todos quienes los apoyaron, los convierte también en posibles cómplices.
No les veo chance frente a la amplitud de quienes desconocen esa Constituyente que son: todos los gobiernos del continente americano menos cuatro países y parte del chiripero del Caribe; los 28 estados miembros de la Unión Europea; numerosos organismos internacionales como la OEA, la ONU y, más cerca, el Mercosur… por ahora. De allí, es humanamente imposible que cuando se formule la acusación que levantará la consideración de inviolabilidad de la soberanía, para sustituirla por la apelación de «Estado forajido», no aparezcan medidas conjuntas o individuales de las otras naciones para corregir el rumbo de Venezuela. Sobre todo, cuando todos los países del continente se ven inundados por refugiados venezolanos que piden alimento y abrigo. Pensar que toda América, toda Europa y los organismos internacionales no harán nada, es absurdo.
El principal obstáculo que podía frenar una acción conjunta contra el gobierno venezolano y que el régimen de Chávez y posteriormente de Maduro esgrimía como un escudo protector, era el mito de la voluntad del pueblo venezolano de sostener ese tipo de gobierno. Las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre 2015 que dieron los 2/3 de los escaños a la oposición, la espontánea «consulta popular» del 15 de julio que exigió un cambio de gobierno con 7,5 millones de votos, las encuestas con sus cifras de 85% de rechazo a Maduro, cuatro meses de resistencia en las calles pese a una feroz represión que costó 123 vidas por asesinato selectivo de pacíficos manifestantes, todo eso levantó el prurito de presunta «violación de voluntad popular». En la contrapartida, lo del CNE llamando a votar el 30 de julio a favor de la constituyente y el anuncio de haber conseguido 8 millones de votos, quedó develado como una cifra fraudulenta nada menos que por el sistema Smartmatic encargado de contar los votos. Tanto así, que actualmente, en sus declaraciones ante los procuradores de Suramérica en Brasil, la Fiscal General Luisa Ortega Díaz redujo el resultado real a solamente 2 millones de votos, número que ahora deberá sustanciar.
En conclusión, hasta la excusa de que la Constituyente responde a una mayoría electoral, dejó de existir con la denuncia de Smartmatic, sin siquiera tener que esgrimir la cifra anunciada por Ortega.
Lo que sí es un obstáculo muy serio para cualquier intervención, sería un ataque armado, inadmisible por tratarse de un acto de guerra. No así, si hay consenso hemisférico para ejecutar una incursión relámpago estilo Panamá, con el fin de dejar luego la nación libre de decidir su futuro en unas elecciones limpias. Esto no luce imposible, pero se nota que todos los involucrados intentan evitarlo, lo cual es sano para el equilibrio político continental. Sería, si acaso, un último recurso apoyado por el consenso continental.
Es cuando se plantea el mismo problema de hace dos siglos, repetido hace un siglo y por repetirse ahora. Es como si fuera un problema cíclico, renovado cada cien años. Consiste en la fórmula de una América americana. Fue la meta rectora de la guerra de la independencia dirigida por Bolívar («españoles y canarios, contad con la muerte ….»). Un siglo más tarde, ante la llegada de flotas europeas para invadir Venezuela, fue la doctrina Monroe la que obligó, flota norteamericana mediante, el retiro de esas potencias extranjeras al continente (fue el «América para los americanos»). Y es actualmente, una vez más, el principal móvil americano conjunto, ante la virtual compra de Venezuela por los chinos y ahora por los rusos (ver el importante artículo del internacionalista y corresponsal de Zeta Roberto Mansilla en la pág. 14 de esta revista).
¿Se repite la historia? ¡Siempre! Sólo falta conocerla y saber interpretarla. Con decirle que desde Roma antigua, no hay nada nuevo en lo de destruir un parlamento para instaurar una dictadura, y desde Bolívar tampoco lo hay en materia de la independencia americana. ¿A quién se le ocurre torcer impunemente el rumbo de la Historia?