En lo que a todas luces aparece como parte de un esfuerzo mundial por reparar y reactivar el mecanismo democrático, los principales partidos políticos del mundo se empeñan en una regeneración previa a su relanzamiento.
Despotricar contra partidos y políticos es uno de los recursos a los cuales el ciudadano común de nuestro tiempo acude para desahogar sus múltiples frustraciones, y buenas razones tiene para hacerlo. En efecto, a partir de la fiebre neoliberal, artificialmente provocada, que a fines del siglo pasado embargó a la opinión mundial, los políticos se desconectaron del ciudadano común para atender los intereses de sus generosos mecenas corporativos, bajo la teoría, que se ha demostrado falsa, de que todo iría bien si los negocios iban bien. Los negocios fueron tan bien, que un 99% del dinero del mundo se concentró en menos del 1% de la población, destruyendo, hasta ahora, un tercio de la clase media sobre la cual descansa el sistema democrático. Hasta el momento de escribir esta nota no hay una proposición seria para lograr que el dinero concentrado arriba percole hacia la base de la pirámide social, lo cual quiere decir que la pobreza seguirá creciendo y la clase media seguirá extinguiéndose, y con ella el soporte social de la democracia.
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Si a los grandes planificadores que en pomposas universidades construyeron la coartada intelectual para este desastre parece habérseles secado el seso, el estamento político está, en cambio, reaccionando para recuperar su rol de instrumento idóneo gracias al cual, en su competencia por acceder al gobierno -que el poder es otra cosa-, se produzca el nivelamiento económico y de allí el progreso social. En Venezuela, la democracia cristiana, Copei, que representaba la derecha democrática, no pudo sobrevivir al deslave sociopolítico de 1998, y Acción Democrática, la socialdemocracia que ocupa el área de centroizquierda, se redujo a su mínima expresión tras la desbandada de sus jóvenes dirigentes en pánico frente a la banda forajida que explotando la imagen de un nuevo Boves -el comandante Chávez-, asaltó el poder al lomo de los siglos XX y XXI. En Colombia, el viejo y heroico Partido Liberal reúne justamente ahora a sus dirigentes para reformularse y relanzarse en ánimo de reparar los daños causados por una guerra larga entre la narcoguerrilla y la sociedad colombiana.
El Partido Liberal tiene, tanto en su activo como en su pasivo, el haber sostenido al presidente Santos en las negociaciones que culminaron con el acuerdo de paz entre la guerrilla que ahora se incorpora al juego político bajo la forma de partido, y el resto de la sociedad colombiana. La paz allí lograda crea un clima propicio al reordenamiento de la economía, pero plantea la inquietante posibilidad de que, sostenida por los enormes capitales acumulados en el negocio del narcotráfico que se convirtió en su principal ocupación, y aprovechando los desajustes económicos arriba mencionados, los jefes del narcotráfico se conviertan en jefes de un nuevo mesianismo. Después de todo, tienen más dinero que cualquiera en un sistema democrático que el neoliberalismo convirtió, en unos casos más y en otros menos, en monda y lironda plutocracia.
En el foro que precedió a su congreso partidario, los voceros liberales defendieron, entre pitos y palmas, su jugada pacifista. No se puede adelantar el resultado que arrojará la ruleta de la Historia. Sólo podemos atestiguar que el Partido Liberal Colombiano muestra una convincente determinación de convertirse en ejemplo de regeneración, reconociendo que, como otros partidos de centroizquierda en el continente, desatendió su rol como representante y defensor de los sectores menos favorecidos de la sociedad, y asumiendo de nuevo lo que le da su razón de ser. Es un proceso parecido al que vive su correspondiente venezolano, el partido Acción Democrática, que revive de sus cenizas en una tarea de silencioso trabajo organizativo que en cada medición ha demostrado dar mejor rédito que la vocación mediática de movimientos relativamente nuevos en el mercado.
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Contra esta regeneración conspira la distorsión producida por el alto costo que las campañas políticas han alcanzado en los últimos años, evidente en el peso de medios de comunicación generalmente atados a grandes intereses económicos. No hay constancia de cómo esta plutocracia, el 1% mundial dueño de todo, que en cada país se reproduce, entenderá esta determinación de la izquierda democrática colombiana. Los antecedentes son inquietantes, pues los dueños del dinero siempre han preferido dividir a la izquierda democrática para darle el triunfo electoral a partidos más dóciles, incluso creados ad hoc. En todo caso, alivia comprobar que los partidos políticos no son tenaces en el error y que hay proyectos de restablecimiento civilizado como el que está desarrollando el Partido Liberal Colombiano. De elemental responsabilidad cívica es mirarlo con simpatía.
Bogotá, septiembre de 2017.