Diciembre es quizás el momento indicado para averiguar cómo es que Venezuela, un país rico y con una población emprendedora, llegó al extremo de desgracia vivida en 2017.
Precisamente, creo que por eso, por la riqueza tanto verdadera como imaginaria, aquella del eterno engaño de El Dorado, es que se llegó increíblemente, a esa catástrofe tan profunda, que ahora no hay como, ni se sabe cómo salir de ella. El absurdo espejismo de una presidencia en la demasiado larga lista de aspirantes, que siempre estuvo latente como semilla de mala yerba diezmando la oposición, trabajó para engañar a propios y extraños. Es cuando uno ve a una población de 30 millones de ciudadanos claros en sus deseos, y una dirigencia – que podríamos contar con los dedos de las dos manos -, incapaz de darle forma unitaria a lo que toda la nación anhela: una vida próspera y satisfactoria en todos los aspectos.
La población lo hizo a fondo, lo hizo bien, con grandes sacrificios de vidas, bienes, peligros y pérdidas patrimoniales, a lo largo de todo el 2017. Fueron las manifestaciones de calle con el precio de 157 asesinados, miles de heridos y centenares de encarcelados, sacrificio reconocido internacionalmente por el parlamento europeo, al otorgar a la resistencia venezolana el importantísimo premio Sájarov, equivalente al Nobel en materia de coraje civil.
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Además lo completó con el milagro de unas elecciones organizadas por la población, donde más de 7 millones de votantes – que esos no eran fantasmas – exigieron el desconocimiento de una Asamblea constituyente y el respaldo a las decisiones de la Asamblea Nacional, una renovación de los poderes públicos según establecido en la Constitución de 1999 y la realización de elecciones libres y transparentes para la conformación de un gobierno de unión nacional.
Voz que fue mayoritaria y debía haber sido obedecida, pero por parte del gobierno de Nicolás Maduro no lo fue.
Las oportunidades perdidas
Contrariamente a la voluntad mayoritaria expresada en 2017, ese será precisamente el año por analizarlo en el futuro viéndolo como el de las oportunidades perdidas y males profundizados.
La primera gran oportunidad de hecho, fue perdida a escasos días antes de empezar ese año, cuando ya todo apuntaba al inminente final de la era chavista. Me refiero al imperdonable cambalache que creyó haber inventado Manuel Rosales cuando forzó su partido a sabotear el quorum de la Asamblea Nacional el día en que estaba prevista la elección de nuevos rectores del Consejo Nacional Electoral. Si con ello apuntaba a asegurarse la gobernación del Zulia, además del daño que hizo, no logró su propósito. Hoy aparece como el burlador burlado. Zulia tiene nuevamente, un gobernador del PSUV.
Igual ocurrió con el estado Lara, donde los esfuerzos de diplomacia local y discursos de entendimiento, desbocaron en un 100% de alcaldías chavistas. Siendo allí lo más imperdonable y trágico, el encarcelamiento en el Sebin de una persona con una trayectoria política sin mancha, el hoy ya ex alcalde de Irribaren, Alfredo Ramos. Del mismo partido de Ramos, habría que agregar la traición y fraude infligidos al candidato a la gobernación de Bolívar, el dirigente de la Causa R, Andrés Velásquez.
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Podríamos seguir con ejemplos similares en toda la geografía nacional, referentes tanto a la elección de gobernadores como a la reciente elección de alcaldes. Porque el cuento de los 9 millones de votos en las recientes elecciones de alcaldes, anunciado por un Consejo Nacional Electoral (CNE) acéfalo de su presidenta Tibisay Lucena, pero igual de servil al Partido de Gobierno (PSUV), es cifra imposible por una razón de peso: si el voto era agenciado con dádivas cuya entrega era digitalizada a través del carnet de la patria, ni así se podía llegar a ese número de 9 millones de votantes. Desde que la sede londinense de la empresa Smartmatic denunció el número fantasioso de la elección de la Asamblea Constituyente el pasado 30 de julio 2017, el CNE prescindió de ella en la votación para alcaldes, pero mantuvo la misma maquinaria dotada ahora oficialmente, de capacidad de fraude.
Volviendo entonces al legado del 2017, tenemos las dos elecciones – la de la Asamblea Constituyente y la de los alcaldes -, ambas monitoreadas por el CNE. La primera es considerada ilegal por casi todo el mundo occidental, la segunda podría ir por el mismo camino, debido a las inconsistencias de sus cifras y el presunto – además de novedoso – uso del «carnet de la patria» con su chip que controla a cada ciudadano. De hecho es la encarnación mejorada por el control digital, de la novela de George Orwell «1984».
Pensar y apostar bajo esas condiciones en unas elecciones presidenciales, sin que exista previamente una sustitución tanto del CNE como del control ejercido por el Carnet de la Patria, sería simplemente otra ingenuidad, como las de Manuel Rosales o Henry Falcón en el plano local, u otro entuerto cubanoide, como el de Rodríguez Zapatero en el internacional.
Pasemos al 2018
Por el momento, está tan clara la política oficial para el año venidero, que más bien asombra su sencillez. Externamente, al ser el gobierno de Venezuela sancionado por Europa y América casi toda, Nicolás Maduro fortalece sus nexos con lo que le queda: el mundo islámico y las dictaduras existentes en cualquier parte del mundo, además de recibir apoyo de China y Rusia. Internamente, es muy probable que tras el exitoso para él experimento electoral de los alcaldes, estuviese preparando una trama similar de elección presidencial, chip del carnet y dominio de maquinaria mediante, para arriesgarse a una elección presidencial.
Por parte de la oposición, es de esperar que por fin se consolide una unión verdadera entre todos los dirigentes para servir a una población agobiada de dificultades y problemas. Ya no se trata de política ni de componendas entre partidos, sino de oponerse a la inmensa tragedia de hambruna, enfermedades, inflación e inseguridad que padecen los venezolanos. También es de esperar que con el duro aprendizaje de un país destruido, los dirigentes entren en razón para comprender que no pueden jugar más a infantiles precandidaturas presidenciales, que ni existen, ni existirán si ellos siguen en sus devaneos.
La megainflación con la actual destrucción de la trama financiera del país implica la imposibilidad de imponer un remedio que no fuera el de un aún mayor sacrificio para la población. No son palabras huecas: incluso si se logra salir del «socialismo siglo XXI», no se podrá enderezar algo tan vital como los precios y salarios, sino con otro fuerte golpe de inflación, destinada a sanear las distorsiones de un sistema ajeno a la lógica de producción y ganancia. De tal manera que incluso si ocurre la posibilidad de un presidente salido de la oposición, será él o ella, la figura sacrificada en el período de durísima transición a un sistema normal. Así que, señores dirigentes, no se ilusionen, sino que procuren avanzar compartiendo los sacrificios para poder compartir los éxitos de un futuro que fuese lo menos lejano posible.
Es todo lo que por el momento se puede decir responsablemente acerca del año venidero. Conste, que el actual, el 2017, empezó con todos los datos propicios para el cambio y cada vez, ese cambio se frustró. El 2018 empieza bajo augurios pésimos, y quizás, por eso mismo, termine unitario y exitoso. Habrá que empezarlo, levantando cabeza.