El 2018 puede ser una tragedia o una esperanza. Todo depende si no hay cambio de fondo o si lo hay.
Mucho me gustaría repetir de manera sincera el popular deseo de un “Feliz y Próspero Año 2018”, pero hacerlo sería una mentira descarada. Si ya las “Navidades” del 2017 fueron una absoluta catástrofe, sin precedentes en la memoria colectiva de los venezolanos, ¿qué se puede esperar del 2018? Si ya el 2017 fue peor que el 2016 -lo cual parecía imposible- y el 2016 fue peor que el 2015, y así hacía atrás durante varios años, ¿qué nos queda para el 2018?
Si no hubiera un cambio político de fondo, lo que queda es la profundización y extensión de la crisis humanitaria, ya convertida en catástrofe humanitaria, y el recrudecimiento del despotismo y la violación de los derechos humanos por parte de la hegemonía para tratar de continuar en el poder. Y claro, no hace falta tener una bola de cristal para darse cuenta de ello.
Aunque no poca gente no estaría de acuerdo con la siguiente afirmación, sí pienso que el 2018 será un tiempo de conflictos y convulsiones. Acaso no tanto por razones puramente políticas, sino por el hambre y la desesperación. Con la economía en bancarrota y la corrupción galopante, los mecanismos distributivos del poder -para usar un lenguaje “técnico”- se mermarán aún más, y las consecuencias ya las estamos viendo con la proliferación de protestas en variados lugares de Venezuela, cuyo denominador común es la falta de comida.
Las llamadas “condiciones objetivas” se seguirán deteriorando, y esa mezcolanza de hiperinflación, hiperescasez e hiperinseguridad pueden llegar a un punto en el cual la mera sobrevivencia diaria, incluso a trancas y barrancas, ya no sea posible. Y eso es un turbomotor para todo tipo de tensiones sociales. Cierto que hay intimidación, cierto que hay control represivo, cierto que la hegemonía -y en especial sus patronos castristas- están dispuestos a lo que sea para mantener sus privilegios, pero también es cierto que hay momentos en que la desesperación se transmuta en indignación y esto puede tener efectos explosivos.
Hay un factor muy importante en esta realidad: ¿qué hará el grueso de la oposición política? No tienen la posibilidad, en el presente, de impulsar por sí misma un cambio de fondo -algunos alegan que ni siquiera tienen la voluntad de ello; pero en cambio sí pueden favorecer los intereses de la hegemonía si continuaran participando en las farsas de “diálogo” que confecciona el poder establecido. Repito, una cosa es el diálogo político como concepto, y otra lo que al respecto ha ocurrido y ocurre en Venezuela. Verdaderamente lamentable.
En otras palabras, la importancia del factor opositor radica en que luche por promover una conducción política alineada con esas “condiciones objetivas”, que laceran la vida nacional, regional, local, familiar y personal de la abrumadora mayoría de los venezolanos. ¿Será mucho pedir o mucho esperar que se enfrente la situación, no desde aclimatados salones en Santo Domingo o donde sea, sino desde todos los rincones de Venezuela, y a través de los medios de protesta que no sólo consagra sino que ordena la Constitución?
El 2018 no está condenado a ser el año más trágico de la trayectoria venezolana de los tiempos relativamente modernos, en la medida en que surja la opción realista de un cambio efectivo. Si ello aconteciese, si ello abriera caminos, así fueran incipientes, para empezar a reconstruir Venezuela, desde sus propios cimientos, entonces el 2018 podría pasar a los anales como un año positivo. Al final, todo depende de nosotros, es decir, de la nación venezolana.