Por.- Alberto D. Prieto
Se ha celebrado esta semana el día del periodista, festividad del santo patrón Francisco de Sales. Una jornada que sirve para reflexionar sobre nuestro oficio, el de los que contamos las cosas que pasan, las interpretamos e incluso tomamos postura.
Cuando empezó esto del periodismo, el salto adelante para la civilización fue enorme: no sólo el ciudadano normal pasó de la ignorancia al conocimiento de su entorno para su propio beneficio, sino que los poderosos dejaron de ser impunes para su estupor.
Se cubría un hueco que permitió al común de los mortales interpretar los acontecimientos que lo circundaban, ser consciente de causas y consecuencias, anticiparse, sacar ventaja, evitar abusos. De tal suerte que inevitablemente —qué fue primero, la gallina o el huevo— la democracia representativa se estableció como el sistema político imperante. Nunca más serían aceptados los privilegios, las corruptelas, los caprichos del poderoso.
Entonces, en los albores de la profesión, los juntaletras éramos tan imprescindibles que se nos llamó cuarto poder. En primer lugar, porque actuábamos de contrapeso y vigilancia de los tres primeros; y en segundo, porque de hecho éramos un poder. «Lo ha dicho la tele», se decía en los años de mi infancia como argumento de autoridad.
Hoy, eso se ha sustituido por el retuit, el mensaje viralizado, la ingeniosidad triunfante o la mentira convenientemente distribuida. Y si que lo dijera la tele, en realidad, no era motivo para que darlo por verdad, menos aún lo es el tecleo compulsivo e interesado en la red. Sobre todo, porque todos caímos en que la dueña del canal de TV —fuera éste el que fuera— es una empresa cuyo objetivo es ganar dinero; y ya sabemos que el personaje detrás del avatar de Twitter —sea un trol o un ex president de la Generalitat huido de la Justicia— no pretende contar la verdad, ni siquiera ‘su’ verdad, sino la que le conviene a su causa.
Dijo el Papa el otro día, celebrando al santo comunicador nacido en Saboya, que «el antídoto para las ‘fake news’ son periodistas educados en la verdad». Tiene guasa que lo diga el representante en la Tierra de un hijo de Dios que se quedó mudo cuando Poncio Pilatos le preguntó “¿qué es la verdad?», según nos cuenta el Evangelio. Pero tiene razón el obispo de Roma: más allá de que el cónsul romano se quedara sin respuesta, el de Nazaret se pasó sus tres años de prédicas insistiendo en que «la verdad os hará libres». Los periodistas lo sabemos, y somos sus defensores. De no haber sido el Salvador, el hijo de María habría sido competencia para el de Sales como patrón de los plumillas.
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Hoy en Cataluña y en el resto de España es difícil discernir qué es verdad y qué no. Un día, el presidente Mariano Rajoy le dice al periodista Carlos Alsina en la radio que «no se puede recurrir ante el Constitucional algo que aún no ha pasado» porque España es una democracia garantista y no se persiguen las ideas, sino los hechos delictivos, y al día siguiente sale su vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, y explica en rueda de prensa que el Gobierno va a impugnar preventivamente la investidura de Carles Puigdemont como president.
«Carece de libertad deambulatoria», concepto acuñado de nuevas, dijo la número dos del Ejecutivo, pues en cuanto pise suelo español será prendido y llevado ante el juez para que lo encarcele. «Pesa una orden de detención contra él, así que es imposible que pueda estar presente en el Parlament para ser investido», argumentó la vice. O sea, que huido en Bruselas no vale porque no está aquí, y aquí no vale porque estará entre rejas. Ya, piensa el periodista, pero habrá que esperar a que sepamos si viene o no, a ver si lo detienen o no, a comprobar si el juez lo encarcela o no… porque, entretanto, sigue siendo posible que sí pise la Cámara autonómica para ser investido.
Explicar eso en España, hoy, cuesta. Porque la verdad ya no existe, sino sus versiones interesadas. Algo tan evidente como eso ha tenido que sellarlo con tapón oficial el Consejo de Estado. En un par de horas, el máximo órgano consultivo del Gobierno, integrado por juristas y personas de reconocido prestigio y servicio a la nación, devolvió el papel a Moncloa con un «no procede» que dejó planchado al presidente que un día dijo una cosa y al siguiente hizo la contraria.
Y aun más, al requetesiguiente le importó un pimiento la opinión de los prohombres y Rajoy presentó el recurso.
Las palmas y las risas se tecleaban en emoticono desde Barcelona hasta Bruselas, los indepes agitaban sus lazos amarillos y brindaban con cava y butifarras —de las de comer y de las antes conocidas como ‘corte de mangas’—. Los mensajes de sus twitters mojaban pan en la leche que se había pegado el Gobierno y utilizaban el pasaje para demostrar «el totalitarismo de Rajoy, que se salta al Consejo de Estado para triturar los derechos del pueblo, que votó independentismo».
Al mismo tiempo, en la acera constitucionalista las pantallas echaban humo al contacto con los dedos de quienes se ufanaban en tuits que demostraran a los separatistas que «España es una democracia, cuyo Consejo de Estado hasta da la razón a quienes la quieren destruir, si la tienen».
Periodistas formados en la verdad, pedía el Papa, que luego nos descifraba el silencio de su jefe ante el gobernador romano: «La verdad se encuentra en la propia responsabilidad por construir el bien». Pues bien, ni Puigdemont puede seguir saltándose la ley ni el Gobierno tiene derecho a tratarnos como bobos.
Así que debo decir que la verdad —la mías— es que, dentro del lío monumental en el que estamos aquí en España, como juntaletras he decidido leer mucho para separar el grano de la paja y esperar a que ocurran las cosas para no analizar sobre hipótesis. Eso sí, veo cada vez más claro que la verdad no hará libre a Puigdemont.
Alberto D. Prieto es Corresponsal Internacional de OKDIARIO