El exministro de justicia peruano, Diego García hace referencia a la peste que se ha esparcido por casi todos los países de Latinoamérica: la corrupción en los más altos niveles del Estado.
Por Diego García-Sayan
La confirmación por el Tribunal Regional Federal 4 de la condena del juez Sérgio Moro al expresidente Lula da Silva -aumentándola de 9 a 12 años de prisión- es parte de la espectacular cadena de acontecimientos que recorre Latinoamérica en torno a la corrupción/anticorrupción. Como nunca antes, la corrupción en los más altos niveles de la sociedad y el Estado es, en la percepción de la gente, la principal amenaza en casi todos los países latinoamericanos.
En esta explosión en cadena presidentes, expresidentes y actores políticos del más alto rango aparecen en la lista. Y, quizá, aparecerán otros más. En ese contexto, el protagonismo del sistema judicial va adquiriendo un peso notable. El curso de muchos acontecimientos políticos e institucionales está en manos de jueces, fiscales y tribunales. ¿Se avanza en las respuestas?
Una primera conclusión es que sí, porque la justicia opera, por lo general, en un contexto diferente al de una historia regional en la que en muchos países solía ser rala la independencia de los sistemas judiciales frente al poder político. Que en ese contexto el sistema judicial adquiera protagonismo en el tratamiento de este diluvio de corrupción generalizada y al más alto nivel es bueno. Y también que no sea la usual impunidad la forma en que reaccione la sociedad y el sistema político y que, en ese contexto, la sociedad identifique en la judicatura, en cada país, sus «héroes» anticorrupción. Es saludable.
Pero hay que mirarlo con cautela. Así se suscitan interrogantes, en el curso de esta vorágine anticorrupción, sobre factores «extrajudiciales» que podrían pesar en la conducta de la judicatura en algunos procesos y conductas judiciales. No me refiero a lo que podrían ser intrusiones al estilo «clásico» del poder gubernamental en decisiones jurisdiccionales, sino a otras consideraciones, como el «populismo judicial».
El abuso de la detención preventiva que en Perú se aplica sin cumplir el sentido restrictivo establecido en la ley hace que prevalezca en ocasiones un espíritu judicial populista para satisfacer el ansia de las tribunas de resultados y castigos rápidos -¡mira, ya están presos!- que la calidad de la investigación. En el imaginario colectivo los sujetos a esas detenciones son considerados culpables y están casi «condenados»; la justicia aparenta cumplir su función.
También hay el gusto por lo «espectacular» en ciertos actos del proceso que gusta a muchos en el «público». Así, con lo legítimo que era abrir proceso al expresidente Lula por las graves sindicaciones formuladas por un funcionario de la empresa OAS, fue cuestionado el operativo policial para tomar su declaración cuando dijo que la daría. Para muchos esa operación no fue una necesidad procesal sino gesto para las galerías.
Finalmente, están las consecuencias políticas de los actos de la judicatura al ser presidentes, expresidentes y otros altos funcionarios los investigados.
Todo queda en manos de fiscales y jueces y está bien. Pero ¡cuidado con la tentación de politizar sus decisiones! Y que primen criterios políticos para escoger a quiénes procesar. Al desorden por la corrupción, cuidado con la tentación de que algún sector de la judicatura crea que puede tomar control del cambio de autoridades, usurpando la decisión de los electores.