El régimen de Nicolás Maduro desprende un olor de inconfundible decadencia. Así ha ocurrido con todos los ensayos autoritarios a lo largo de la historia.
El signo de la decrepitud que precede al colapso de los regímenes autoritarios está generalmente caracterizado por un desbordamiento represivo y por el tránsito de una violencia selectiva a un terror indiscriminado, en el cual los cuerpos estadales o paramilitares al servicio del régimen agreden a mujeres, sacerdotes o personas de la tercera edad sin ningún comedimiento moral dando lo que popularmente se conoce como “palo a la ciega”.
El deterioro a niveles inaguantables de la situación económica y su consecuente desbarrancamiento social, que genera en la población creciente desafección y repudio al gobierno, pretende ser compensada con la utilización de la violencia y la fuerza a modo de inhibir cualquier intento de reacción cívica y democrática y ahogar en sangre las movilizaciones y protestas del pueblo por el creciente deterioro de sus condiciones de vida.
Eso es lo que observamos en las últimas actuaciones gubernamentales. Los insultos, las amenazas y las descalificaciones contra los más respetables prelados de nuestra santa Iglesia recuerdan (a quienes lo vivieron o a quienes lo han rememorado en la tradición oral o escrita) los últimos días de la dictadura perezjimenista. Se conmemoran seis décadas de aquello, cuando el tirano y sus esbirros reaccionaron con saña contra la posición del clero; expresada con meridiana claridad en la pastoral del arzobispo de Caracas, Rafael Arias Blanco. La dictadura procedió a detener, vejar y atropellar a los pastores de la Iglesia Católica.
Situación similar han vivido en su deterioro acelerado los regímenes militaristas, cuando sin respetar algo sagrado en nuestra idiosincrasia como es la dignidad de la mujer, pasan a tomar medidas represivas que las afectan. Las detenciones ilegales, la tortura, la incomunicación, la violación del hogar. Los operativos camuflados forman parte de ese formato criminal institucionalizado por las satrapías castrenses del sur del continente y están inspirados en métodos típicamente salvajes y fascistas.
La reciente detención del Doctor Aristiguieta Gramcko, un hombre harto respetable por sus méritos ciudadanos y su avanzada edad, sometido al vejamen de una detención arbitraria, deja al descubierto la falta de escrúpulos de quienes manejan los hilos del poder. Un ciudadano pacífico e inofensivo, que en ejercicio de sus derechos ciudadanos hace uso de su derecho a disentir y criticar a un gobierno desacreditado, es apresado en su domicilio y luego retenido durante todo un día, sin que al final pudiera presentarse prueba alguna en su contra.
Un olor de inconfundible decadencia desprende el régimen. Así ha sucedido a lo largo de la historia con todos los ensayos autoritarios. Al perder el apoyo de la gente pretenden prolongar por la fuerza su agonía, generando mayores niveles de repudio y descredito e incrementando la beligerancia democrática de los ciudadanos. Es la tormenta desatada que siempre ha precedido a la conquista de la libertad.