Por.- Alberto D. Prieto
Como ya es tradicional, el FC Barcelona jugará la final de la Copa del Rey. O sea, que será el quinto año consecutivo en que la mitad del estadio pite al monarca a su entrada al estadio y abuchee el himno de la nación cuando, formados los equipos sobre el césped, todos deberían callar. Con respeto o por respeto.
Usar el opio del pueblo para otros intereses es más viejo que el hilo negro, sí, pero sobre todo y en realidad es una trampa que sólo hace ruido, no mejora las vidas de los indepes que gritan “independencia” entre gol y gol.
Como también es ya costumbre, una vez llega el Barça a la final saltan voces de políticos y titulares de periódicos reclamando que el choque se celebre en el estadio Bernabéu. Pero la directiva del Madrid, que se lo sabe, dice que todo bien lo de profanar símbolos, pero no en su casa.
Es fácil saber de qué pie cojea el parroquiano que opina del asunto en la barra del bar. No escuchará usted un madridista diciendo hombre, dejen al Barça venir a ganar un título aquí, y a que falten al respeto a la bandera… ni oirá a un solo azulgrana admitir que bueno, es normal que no quieran que vayamos a su casa a quemar banderas de España.
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La mandanga politiquera ha triunfado en el vocerío de la masa, en el codazo al de la butaca contigua, ufanos los dos, por celebrar un aquelarre ante las cámaras. Claro que sí, ya hemos cumplido contra el Estado opresor, somos los más culés, los más republicanos y hemos dado la mano al Rey.
Pero hay asuntos que están claros, y así los ve la gente. Banales, como el fútbol —la más importante de las cosas sin importancia, como dijo Juan Pablo II—, o graves como la libertad, la igualdad y la fraternidad —cimientos de la Europa ilustrada—.
La mujer del César primero se empeñaba en serlo, y luego se preocupaba de también parecerlo. Si el síntoma es que Puigdemont cree que si le dicen “president” aunque sea un fugado de la Justicia toda Cataluña —y el resto de España— seguirá bailando a su ritmo, el diagnóstico es que políticos y votantes son adictos crónicos de la notoriedad, cuyo mono se calma más rápido componiendo la frase viral que transformando la realidad a la espera de que alguien te lo reconozca.
Así, tenemos políticas tan feministas que su mayor aportación a la igualdad de hombres y mujeres es inventar palabros imposibles. Irene Montero suele buscar el aplauso de su grey perfeccionando su ensayada mueca de “portavoza” indignada. Curiosamente, este último engendro léxico del feminismo de salón no ha puesto a las mujeres de un lado y a los hombres del otro. Yo he visto más ellas exasperadas que ellos hartos por la referida verborrea rimbombante. Y es que Podemos centra su política en la cascarilla y el efectismo del tuit, no en un verdadero trabajo legislativo por educar, en este caso, contra el machismo.
Son herederos en ello de un ex presidente que aunque no inventó el relativismo, sí lo llevó al poder. Zapatero es un señor bienintencionado y con el que tomar unas cervezas para brindar por sus leyes de matrimonio homosexual y contra la violencia machista.
Pero es un hombre convencido de que es el bueno de la película y por eso mismo nunca entendió que su final no fuera feliz. Aún no asume que fue él quien nos derruyó el sistema económico —duplicó la deuda, multiplicó el desempleo— y que su ‘sí a todo’ a los nacionalistas catalanes no los calmó sino que los tornó en independentistas.
Hoy tampoco comprende su tercer fracaso en Venezuela. Un gesto grave y pronunciar palabras bellas muy fuerte ante los micrófonos no convertirá tiranía en democracia, oiga. Aún no admite que ni el papel de su carta a la oposición venezolana lo aguanta todo ni “España es un concepto discutido y discutible”.
La verdad no es relativa. Nos adulteran nuestra droga banal con banderas políticas en las gradas para que no exijamos a los políticos lo que de verdad necesitamos, menos samba y más trabajar.
Alberto D. Prieto es Corresponsal Internacional de OKDIARIO