No cabe invocar soberanía ni fronteras estadales cuando se trata de defender y proteger los derechos humanos, advierte Rafael Simón Jiménez, quien es doctor en Derecho Constitucional.
La absurda pretensión de quienes desgobiernan Venezuela de imponer una dictadura que, al calco fiel de la cubana, esclavice políticamente y someta a una hambruna permanente al pueblo venezolano ha recibido una repulsa de la comunidad internacional, y la adopción de medidas destinadas a persuadir a la cúpula del régimen de que ese objetivo es imposible.
En sus mentes rebosantes de ideas atrasadas y atrabiliarias, los voceros oficiales del gobierno invocan permanentemente los manidos principios de autodeterminación de los pueblos, soberanía e igualdad de los Estados, creyendo que tales postulados pueden convertir a Venezuela en un coto cerrado para que ellos puedan reprimir, vejar, violar derechos y garantías, desconocer derechos humanos, establecer un sistema electoral ventajista y tramposo y hambrear y supliciar a los ciudadanos (refugiados en los límites infranqueables del territorio Venezolano), sin que la comunidad internacional pueda hacer nada para evitar la tragedia que viven los venezolanos.
Soberanía, autodeterminación y no injerencia son principios vigentes en el escenario internacional, solo que los mismos no pueden servir para violar derechos humanos, promover una crisis humanitaria y someter a los ciudadanos a un sistema de control y opresión al margen de cualquier posibilidad de autodeterminarse mediante elecciones libres, competitivas, justas y creíbles. ¿Qué posibilidad tiene el pueblo cubano de autodeterminarse, condenado durante más de 60 años a una cruel tiranía que comenzó suprimiendo toda forma de democracia?
Además, el mundo está compactado en torno a principios universales de dignidad, libertad, preeminencia de los derechos humanos, que tienen que ser defendidos desde cualquier lugar del planeta y frente a los cuales no puede levantarse el cínico argumento de las fronteras nacionales. En el pasado fue precisamente la indiferencia de la comunidad universal la que permitió que experimentos salvajes como el nazismo, el comunismo, el fascismo o las dictaduras genocidas cobraran millones de víctimas. La humanidad hoy proclama que el sufrimiento y el dolor ocasionados a un pueblo por sus gobernantes no pueden ser tolerados impunemente.
Nadie aprende en cabeza ajena, proclama el decir popular. Esa pareciera ser la conducta de quienes (a pesar de tantos ejemplos recientes) se resisten a entender que hoy en el mundo nadie que viole los derechos humanos, tiranice a sus ciudadanos, y burle la expresión soberana del pueblo permanezca en la impunidad. Esa ha sido la lección de los casos Khadaffy, Hussein, Milosevic, Videla, Pinochet, Fujimori y lo seguirá siendo para quienes crean que se puede atropellar y violentar los derechos de las sociedades y los pueblos.
El concepto reconocido de injerencia humanitaria, la creación del Tribunal Penal Internacional, la carta democrática interamericana, la carta de la OEA, organismos como la CIDH o el sistema universal de derechos humanos, las cláusulas democráticas incorporadas a los procesos de integración y el principio de justicia universal, son aportes integrados en un mecanismo protectorio de los seres humanos frente a los cuales no cabe invocar soberanía ni fronteras estadales concebidas para fines nobles y no para martirizar a los ciudadanos.