Mentiras y corrupción por San Valentín

Por.- Alberto D. Prieto

Mi madre decía que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Y, claro, lo decía cuando me cazaba en una trola. Cierto que esa frase suya, dicha en el momento en el que la sangre se me acumulaba en los capilares del rostro, me hacía temer que un día se derrumbaría toda mi construcción literaria a propósito de dónde había dormido aquella noche en la que por fin había alargado la mano sobre las bárbaras curvas de esa chica. Por mi torpeza para sostener la versión o porque mi vieja, como me repetía desde enano, “era espía y tocaba el piano en clave”.

La realidad es que ella también había tenido 16 años. Y, hubiera ejercido más o menos el sacramento del tacto torpe adolescente, los cuentos a los padres son los mismos desde que el mundo es mundo. En cada etapa de la vida, nos vamos creyendo que inventamos la pólvora del engaño, que descubrimos la penicilina de la impunidad, y no.

Primero, en un sofá duro de la casa de un amigo, después en el asiento de atrás de un coche viejo, todos hemos aprendido los rudimentos del amor recitando la letra de una canción al oído de las candidatas a “personaje de mi novela” y, después, desplegado en diferido a mamá ingeniosísimas realidades paralelas a modo de simulación al día siguiente, al llegar a casa completamente despeinados y satisfechos.

Sus ojos siempre dicen mientes, bellaco, y ya te voy a cazar. Y los de papá hacen como que lee la columna dominical del periódico mientras escucha la bronca en silencio. Pero su presencia física apuntala el espectáculo de desarme del derrotado en el embuste.

Ahora que soy yo el padre cuarentón y tengo una hija adolescente, sé que no hace falta ser espía, ni bruja, ni siquiera estar muy atento. Se ve venir porque está todo inventado. Ahora sé, digo, que uno se delataba grabando a la vista de todos una cinta de lentas y, luego, avisando a última hora desde un teléfono público que ese sábado —día de San Valentín, para más señas— dormirías en casa de tu amigo Carlos, que se ha hecho tarde y tal. Cuando el domingo regresabas a casa con una sonrisa que daba la vuelta a la cara, no sólo tu madre, cualquiera hubiera confirmado que la inventiva ya nunca más la ibas a gastar en explicar cómo se cayó al suelo el bocata de paté —cosas de niños—, sino que las nuevas mentiras tendrían nombre, apellidos y sujetador.

Hace mucho que no leemos la columna dominical sentados en el sofá del salón, como hacía papá; ahora la leemos en el móvil, cazamos una frase ingeniosa, y compartimos el enlace en nuestro twitter. Y los políticos de la columna dominical son los mismos siempre. Como con los adolescentes, sólo cambia el nombre de la chica y el apellido del mentiroso.

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El PP de Mariano Rajoy puede encontrar enormes fábulas con las que querernos hacer tragar sus corruptelas, o nos puede llenar los titulares de filtraciones interesadas para justificar acuerdos bajo mano con los separatistas catalanes. Tratan de colarnos que es machista declarar ante un juez que una que hoy es presidenta autonómica participó años atrás en la financiación ilegal del partido mientras a la vez mentía, medraba y gozaba. O que la apariencia de que por fin van a cumplir la ley para que se pueda estudiar en español en Cataluña busca en realidad que los indepes, asustados de perderlo todo, se centren en defender ese mal ya consolidado y se olviden de avanzar más.

Todo eso ha colado un tiempo, pero ya no. Cuando los gobernantes acumulan tantos años de ficción, el relato se les queda cojo. Le pasó a Felipe González cuando yo tenía 16 años y un primer amor y a él se le llenó el Consejo de Ministros de condenados por robar y matar, y le pasará a Rajoy.

Porque la verdad, al final, se impone: las canciones de la cinta que le regalé a aquella chica hablaban de amor, de qué sino; y las columnas dominicales, como las que leía papá, lo hacen de políticos mentirosos. Aunque uno trate de engañar al lector con unos párrafos sobre las curvas de una chica.

 

Alberto D. Prieto es Corresponsal Internacional de OKDIARIO