La rebelión popular que estalló el 27 de febrero de 1989, impropiamente llamada Caracazo, fue el punto de inflexión en el cual la cobardía intelectual que impidió interpretar seriamente la situación y la debilidad moral que inhibió a quienes sin violar las instituciones hubieran podido refrenar al gobernante empeñado en un proyecto inviable, dejaron curso libre a una dinámica negativa, la que nos trajo a la actual postración.
Por razones de evidente analogía, el aniversario del Caracazo (27 de febrero), cumplido el martes de esta semana, ha sido abundante en comentarios sobre ese estallido de cólera colectiva ocurrido en 1989, cuando Carlos Andrés Pérez tenía apenas semanas de haber asumido por segunda vez la presidencia de la república. La razón inmediata de semejante interés reside en la suposición de que «el pueblo» se alzó porque estaba harto de sufrir estrecheces que parecen abundancias si se las compara con su situación actual. «Son los pobres contra los ricos», fue el complaciente diagnóstico del sorprendido presidente Pérez.
¿Por qué la gente que en 1989 se alzó en protesta por un nivel de vida que comparado con el actual parece tolerable, no lo hace en 2018, cuando está sometida al hambre física? Esta crónica pretende ir más allá de una mera respuesta a esa pregunta. Podemos, no obstante, señalar que los alzamientos populares, incluso la mitificada toma de La Bastilla, fueron siempre estimulados. En el caso venezolano ese estímulo se ha atribuido, con bastante fundamento, a Fidel Castro, a quien Carlos Andrés Pérez, por razones que pudieran ser embarazosas, confirió el rol de figura central en su «coronación» presidencial en 1989. Castro llegó con una comitiva de 130 personas, portando unas cajas de madera alargadas que no regresaron a Cuba y que fueron secretamente manipuladas en el Hotel Eurobuilding, ocupado sólo por la comitiva castrista aprovechando que aún no había sido inaugurado. Aquel extraño acompañamiento permaneció en Venezuela durante semanas. Poco faltó para que le sorprendiera en Caracas el famoso estallido, si es que a los cubanos realmente les sorprendió el Caracazo.
Sorprendido fue el presidente Pérez, a pesar de que la Dirección de Inteligencia Militar había informado que se preparaba algo como lo que ocurrió. Consideremos que aquel Pérez de 1989 ya no era el ágil brinca-charcos de 1974. Justo diez años antes, febrero de 1979, en un almuerzo de reconciliación que Gustavo Cisneros nos preparó en su casa (Pérez y yo éramos «grandes amigos eternamente disgustados», según lo definió MIguel Ángel Capriles), Carlos Andrés, para ilustrarme su escasa gana de someterse nuevamente al desgaste biológico del poder, me había recomendado la lectura de «Esos enfermos que nos gobernaron», libro sobre el tema, que entonces estaba en boga.
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La gente que para el momento del Caracazo formaba el entorno de Carlos Andrés, como Reinaldo Figueredo, Carlos Blanco y Armando Durán, lo reporta fuera de contacto con la realidad. Sobreestimó el peso de su popularidad, considerándola suficiente para convencer al pueblo de que debía soportar las privaciones extremas que traería el cambio de modelo económico por terapia de choque propuesto por Miguel Rodríguez Fandeo, un jovencísimo profesor de notables lauros académicos pero sin experiencia política ni conocimiento de la realidad venezolana. Olímpicamente, Pérez ignoró las advertencias de Gonzalo Barrios, Jaime Lusinchi, Reinaldo Leandro Mora, Luis Alfaro Ucero, Humberto Celli, Henry Ramos Allup, Ramón J. Velásquez, Rafael Caldera, Pedro Pablo Aguilar y otros dirigentes experimentados que sí tenían el pulso del país. Hasta sus amigos más leales, como Reinaldo Figueredo, Teo Camargo, Héctor Alonso López y David Morales Bello, estaban en desacuerdo con su terapia de choque y resentían su autosuficiencia.
Poco después de aquel 27 de febrero AD convocó un Comité Político Nacional (CPN) para analizar los hechos. En la anterior Convención Nacional amigos míos como Alfaro e Izaguirre me habían empujado a ser miembro del CEN. No acepté porque eso suponía una profesionalización en la política, así que decidí ser secretario político en el CPN, un organismo supervisor supuesto a reunirse una vez al mes para analizar, modificar y aún derogar decisiones del CEN -disposición estatutaria que simplemente no se cumplía. La Convención me eligió al CPN por una votación inferior sólo a la que eligió al representante del Buró Sindical, que entonces era el gran poder dentro del partido.
Aquella reunión del CPN post-caracazo pudo ser salvadora, pero la timidez de los dirigentes frente a Pérez la convirtió en un mustio saludo a la bandera. Ante ese auditorio presenté dos piezas. Una, entregada en mano a cada secretario político, fue elaborada a pedido mío por el director de la Escuela de Economía Petrolera de la UCV, Pedro Miguel Pareles, y revisada en los números por el director de la Cátedra de Matemática Pura de la USB, Luis Báez Duarte. Ese análisis demostraba que no había cómo financiar los auxilios con los cuales se proponía aliviar el impacto que las medidas económicas propuestas tendrían sobre los ciudadanos de menores recursos. Luego hice una exposición sobre la inviabilidad política del cambio de modelo por terapia de choque. Rechacé la entusiasta comparación con el cambio efectuado en Chile bajo Pinochet. Por supuesto que no comenté que días antes de tomar posesión Carlos Andrés, Miguel Ángel Capriles me dio a leer el verdadero plan de gobierno del presidente, diferente del que había preparado una comisión designada antes de las elecciones bajo la coordinación de Miguel Rodríguez Mendoza (distinto de Miguel Rodríguez Fandeo). «Diego Arria me dice que cuando leyó ese plan que le elaboró Pedro Tinoco, Carlos Andrés dijo: «En América Latina esto no lo podemos hacer sino Pinochet y yo»».
En esa exposición ante el Comité Político Nacional dije que Acción Democrática era el partido menos adecuado para ejecutar aquel cambio traumático, pues había llevado al poder un candidato cuyo mensaje implícito era que repetiría la prosperidad de su mandato anterior (1974-1979), el cual coincidió con el mayor auge conocido en los precios del petróleo y con un mínimo servicio de la deuda, mientras ahora había precios ínfimos para el barril y los pagos de la deuda consumían casi la mitad del ingreso. Advertí que seríamos aplastados por la frustración de unas mayorías que nos habían votado esperando exactamente lo contrario de lo que nos proponíamos hacer. Un cambio por choque lo había hecho Pinochet en una cultura de la modestia, la chilena, acostumbrada a que el Estado era pobre y la población pareja a eso. Además, los chilenos vivían la ruina causada por la mala gestión de Allende, lo cual hacía parecer buena cualquier solución, por cruenta que fuese. Aún así los militares chilenos habían necesitado dieciocho años con licencia para matar. Nosotros, en una sociedad que funcionaba gracias a los subsidios y con elecciones cada dos años (estaban encima las de alcaldes y gobernadores), sólo conseguiríamos el repudio de las mayorías que habíamos logrado mantener bajo el credo democrático, dejándolas ahora a disposición de cualquier aventurero fascista que le ofreciera devolverles lo que ellas sentían que nosotros les estábamos quitando para dárselo a quienes genéricamente ellos llamaban «los ricos». Hoy me siento tentado a decir que exactamente eso fue lo que nos pasó y, más triste aún, que ahora sí estamos suficientemente arruinados, aún más que los chilenos post-socialistas, lo cual hace posible que, con tal de que nos den de comer, nos parecerá glorioso cualquier sacrificio para eliminar el modelo rentista.
Son numerosos los testimonios de quienes, estando entonces en el círculo íntimo de Carlos Andrés, consideran que el presidente no supo interpretar el mensaje de las mayorías contenido en aquel alzamiento no sólo de Caracas, sino de las principales ciudades del país. En una precipitada macro-reunión del Consejo de Ministros realizada después del Caracazo, en la cual a su derecha sentó a Reinaldo Figueredo, único opositor expreso de la terapia de choque, y a su izquierda a Miguel Rodríguez Fandeo, propulsor de lo que se llamó «El Paquete Económico», regañó primero a Rodríguez porque asomó la posibilidad de demorar la puesta en marcha del plan para después de las elecciones de alcaldes y gobernadores -como lo pedía Acción Democrática-, y después a Figueredo porque diz que le había insultado llamándolo neo-liberal y dictador al decirle que aquello no se podía hacer sino con las bayonetas caladas.
Carlos Andrés mantuvo hasta última hora una actitud dictada por la sobre-estimación de sus posibilidades. Desestimó a la mayoría ciudadana, a su partido, a las personalidades de otros partidos que pudo convertir en sus colaboradores, y a los colaboradores que honestamente le solicitaron la reconsideración de un proyecto inviable. Fue víctima del un síndrome típico en poderosos sin el sentido filosófico que el ejercicio del poder exige, ese «poquito de humildad» que a todos nos hace falta y que Gonzalo Barrios llegó públicamente a aconsejarle. Al respecto recuerdo una larga conversación, todo un día, que a principio de los años sesenta sostuve con Laureano Vallenilla-Lanz en su palacio de la Rue de L’Ermitage, en Versalles, sobre las semanas que precedieron a la caída de Pérez Jiménez. «Laureanito» -así llamado para diferenciarle de su padre homónimo, autor de la doctrina del gendarme necesario que justificó a Gómez- había sido el civil más poderoso en la recién derrocada dictadura de Pérez Jiménez. «¿Por qué cayó Pérez Jiménez?», le pregunté. «Porque él creía que era Pérez Jiménez», fue la respuesta.
Pero sería simplista atribuir a Pérez la responsabilidad por lo que ha venido después. Tienden a hacerlo no sólo sus enemigos, sino sus colaboradores de entonces, quienes después de comentar la testarudez del personaje y su auto-sobre-valoración, se ven en la necesidad de aclarar que a su antiguo jefe no le están acusando de nada. Por cierto que hasta una misteriosa duplicidad es perceptible en su conducta. En la Historia, los hombres no somos mucho más que hojas en la tormenta, y los hechos en los cuales parecemos protagonistas no son sino el resultado de otros hechos cuyas raíces pueden ser tan antiguas como para hincarse en tiempos anteriores a nuestro nacimiento. Ni Pérez ni Caldera, ni siquiera Chávez, fueron más culpables del desastre actual que la generación del 58 -la mía, por cierto. Ningún hombre es tan importante como para ser el único culpable de un desastre muy grande. Cuando las más brillantes figuras de mi generación se dejaron arrastrar por el encanto de un megalómano irresponsable como tan evidentemente lo era Fidel Castro, se incorporaron a la multitud de los presuntos culpables. En aquel mismo febrero de 1989, cuando ocurrió el Caracazo, lo fueron quienes dentro y fuera del Gobierno previeron el efecto subversivo que tendría el Paquete Económico y les faltó carácter para imponerse al Presidente, para lo cual tenían poder suficiente. Ahora mismo, en el momento de escribir esta nota, los factores de poder que dentro del régimen están en capacidad de imponerse a la primitividad suicida de Nicolás Maduro no es que incurran, pues ya incurrieron, sino que profundizan su responsabilidad al permitir que se cometan los errores finales que dejarán la patria en un estado de indefensión por el cual este mismo año seremos despojados de nuestros derechos sobre el Esequibo.
No pudimos ser una gran nación, porque no fuimos grandes dentro de nosotros mismos.