La abrumadora reelección presidencial de Vladimir Putin en Rusia supone la pieza clave dentro del nuevo ajedrez geopolítico global que desde Moscú, Washington y Beijing se viene diseñando en las últimas semanas. En esta perspectiva se añaden la entronización perpetua de Xi Jinping en el poder en China, la brutal ofensiva y el control militar turco de la localidad siria de Afrin y el súbito nombramiento del ex director de la CIA, Mike Pompeo, un entusiasta partidario de Donald Trump, como nuevo secretario de Estado. Con Putin de nuevo reelegido hasta 2024, el clima de “neo-guerra fría” parece prevalecer ahora entre Moscú y Washington, con Beijing en fase expectante pero jugando igualmente sus cartas.
La anunciada nueva reelección presidencial de Vladimir Putin hasta 2024 anuncia una etapa de “neo-guerra fría” entre Moscú y Washington. Así parece prevalecer tras los recientes acontecimientos, ya anteriormente ilustrados con el nombramiento del ex director de la CIA, Mike Pompeo, como nuevo Secretario de Estado de la administración Trump, así como la aceptación en China de una presidencia perpetua de características “neo-maoístas” con Xi Jinping y una nueva nomenklatura al frente.
Este contexto global de “neo-guerra fría” supone más bien la consolidación de una troika entre Rusia, EEUU y China, diferente a la bipolaridad existente entre la URSS y EEUU durante la histórica “guerra fría” acaecida entre 1947 y 1991. El cálculo estratégico sobre la consecución de esferas de influencia geopolítica parece así marcado entre Moscú, Washington y Beijing. Y el reelecto “neo-zar” Putin, quien anunció que no volverá a presentarse a la reelección presidencial en 2024, es consciente de la importancia estratégica del momento actual.
El abrumador 76% de votos que reeligieron a Putin el pasado domingo 18 lo confirman como el líder clave de la Rusia post-soviética. Si bien la Organización de Seguridad y Cooperación Europea (OSCE) denunció algunas irregularidades, particularmente en materia de desigualdad de oportunidades políticas y electorales para los candidatos opositores, nadie parece dudar de la legitimidad del liderazgo de Putin y de la legalidad de su nueva reelección presidencial.
Una Rusia fuerte
El clima de festejo en el Kremlin, con un Putin exultante, parece verificar las claves de la nueva etapa que se avecina. En las últimas semanas, Putin ha lanzado mensajes subliminales hacia su electorado y tangencialmente hacia Occidente sobre la necesidad de recuperar la “gloria imperial rusa”, fomentando un discurso fuertemente nacionalista y enfocado en la seguridad nacional del país.
Su visita a Crimea para cerrar la campaña electoral fue sintomática en este sentido. La estratégica península celebraba cuatro años de regreso a la soberanía rusa y, precisamente, esta era la primera elección presidencial que se realizaba en Crimea desde que en 2014 fuera recuperada por Moscú tras 25 años bajo la soberanía ucraniana.
Precisamente, las elecciones presidenciales rusas provocaron fuertes controversias dentro de Ucrania. Las autoridades de Kiev advirtieron de sanciones penales contra aquellos ciudadanos rusos que acudieran a votar en sus respectivas representaciones diplomáticas dentro del territorio ucraniano.
Piquetes de fuerzas de seguridad ucranianas impidieron el acceso de ciudadanos rusos a los centros de votación, lo cual provocó una inmediata y lógica reacción desde el Kremlin, acusando a Ucrania de violar acuerdos internacionales. En Ucrania viven aproximadamente 72.000 rusos, muchos de ellos afincados en la región del Donbass, al este ucraniano, que vive un conflicto armado latente con Kiev desde 2014.
La tensión con Ucrania será un fait accompli que Putin observará como atención en esta nueva etapa de “neo-guerra fría” con Occidente. Precisamente, Ucrania seguirá siendo la “frontera” (esa es la traducción literal del nombre del país) que Rusia tiene con Occidente y, particularmente, de cara a los efectos expansivos de la OTAN hacia la periferia ex soviética rusa.
Este clima de exaltación del “regreso de Rusia” y de confrontación con Occidente parece cada vez más aflorar en la intelligentsia y la opinión pública rusas. Tras la reelección de Putin, la directora de los servicios informativos RT y Sputnik, Margarita Simonian, se apresuró a enviar tweets con mensajes muy directos, alabando a Putin como el “vozhd” (el jefe) y rechazando categóricamente los valores “liberales y progresistas” que Occidente intentó consolidar en los primeros (y caóticos) años de la Rusia post-soviética bajo la presidencia de Boris Yeltsin.
Como se sabe, RT y Sputnik han estado en el “ojo del huracán” en Occidente por ser presuntamente los propiciadores de la trama rusa lanzada desde el Kremlin desde las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016, que le dieron el triunfo a Trump.
El retorno de Putin al conservadurismo social y una calculada relación estratégica con la Iglesia ortodoxa son claves esenciales que confirman igualmente este viraje reaccionario hacia Occidente en la Rusia “putiniana”.
Consolidado su establishment dentro del Kremlin, y a sus 65 años, Putin puede verse abocado a eventualmente impulsar un sucesor post-2024. Con todo, no sería descartable la posibilidad de que, legitimado en las urnas y eventualmente persuadido por sus seguidores, el presidente ruso se vea inevitablemente obligado a impulsar una reforma constitucional que le permita otra reelección en 2024, en aras de consolidar la estabilidad y la seguridad nacional. Un terreno si bien hipotético pero no descartable.
Los “tres Tenores”
Con Putin consolidado, Rusia afianzará sus alianzas estratégicas exteriores, claramente enfocadas en disminuir la influencia hegemónica hasta ahora materializada por un EEUU demasiado pendiente de las incertidumbres causadas por la presidencia de Donald Trump.
En este sentido, la consolidación perpetua del liderazgo de Xi Jinping a través del XIX Congreso de la semana pasada, desmontando así cuatro décadas de dirección colegiada post-maoísta vigente en el Partido Comunista Chino (PCCh), supone un punto de inflexión para consolidar aún más la relación estratégica entre Rusia y China como contrapeso estadounidense.
A ello se unen otros dos aliados estratégicos para Moscú y Beijing: Turquía e Irán. El caso turco es particularmente visible, tomando en cuenta la sintonía (al menos aparente) entre Putin y su homólogo turco Recep Tayyip Erdogan. Esta sintonía es observada con preocupación en Occidente, tomando en cuenta que Turquía es miembro de la OTAN y de que Erdogan persigue objetivos de perpetuación en el poder que algunos identifican como una especie de reproducción del sistema “putiniano” de “autoritarismo competitivo”
La ofensiva militar turca impulsada desde enero pasado en la localidad siria de Afrin es otro efecto colateral que permite a Putin consolidar su troika geopolítica. Con ello, el cada vez más autoritario presidente turco Recep Tayyip Erdogan tiene dos objetivos políticos estratégicos: consolidar su hegemonía en las elecciones presidenciales y legislativas pautadas para 2019; y crear una zona de influencia geopolítica turca al norte de Siria, que le permita contener la posibilidad de creación de una especie de “proto-Estado kurdo” que amenace los intereses geopolíticos turcos.
Erdogan viene consolidando su poder tras la purga impulsada por el confuso incidente de golpe militar de julio de 2016. Desde entonces, el Alto Comisionado de la ONU ha denunciado violaciones sistemáticas de derechos humanos bajo su gobierno, particularmente con una purga que aún continúa y que ha afectado a aproximadamente 160.000 funcionarios, jueces y educadores.
La purga de Erdogan y su consolidación hegemónica como el nuevo gran líder turco se ha visto manifestada por la inédita conjunción de intereses que el propio Erdogan y su gobernante partido islamista AKP están trazando con el estamento militar. En este sentido, la purga post-golpista y la intervención militar turca en Siria han solidificado estas inesperadas alianzas entre dos enemigos históricos, como son el nacionalismo kemalista y el islamismo turcos.
Ello le ha permitido a Erdogan diseñar un establishment a su medida que espera materializar definitivamente con las elecciones de 2019. Está cosechando alianzas políticas “contra natura”, como son los casos del movimiento ultranacionalista MHP, que en enero pasado, en medio de la ofensiva militar de Afrin, anunció que apoyaría la reelección de Erdogan en 2019.
Otro caso es el kemalista Partido Republicano del Pueblo (CHP), sin capacidad para liderar una oposición a Erdogan y que desde 2015 viene trazando acuerdos tácitos con el presidente turco. Hoy día, la oposición a Erdogan parece más bien visualizarse en el pro-kurdo Partido Democrático de los Pueblos (HDP), una de las víctimas de las purgas instauradas desde 2016, con la detención de sus principales líderes..
En el caso de Irán, la designación de Pompeo, un marcado anti-iraní, como nuevo Secretario de Estado en Washington, acercará aún más a Teherán hacia el eje euroasiático impulsado con Putin con Turquía y China.
En esta nueva etapa, y amparados por la renovación de alianzas con Israel y Arabia Saudita, Pompeo y Trump irán con fuerza contra el programa nuclear iraní. Toda vez, y ante este giro hacia los “halcones” en la Casa Blanca y el Pentágono, Teherán reforzará el poder de la Guardia Revolucionaria Islámica, detentora del programa nuclear iraní, así como de las estructuras de poder teocráticas existentes en la República Islámica, gravitando una constante presión hacia el sector de los reformistas y aperturistas y hacia el propio presidente Hassan Rouhaní.
El pulso sobre Maduro
Queda la geopolítica hemisférica latinoamericana, donde Putin y sus aliados chino, turco e iraní siguen decantándose por mantener a Nicolás Maduro y al post-chavismo en el poder, particularmente ante la presión que Washington está impulsando y que se acrecentará con Pompeo como secretario de Estado.
La información publicada esta semana por la revista Time de que funcionarios y millonarios rusos ligados al Kremlin ayudaron a Maduro con el lanzamiento de la criptomoneda el Petro, tuvo como resultado la orden ejecutiva de Trump del pasado 19 de marzo de prohibir a ciudadanos estadounidenses realizar operaciones financieras con el Petro. Toda vez, Washington sigue presionando por un embargo petrolero venezolano.
Pompeo y Trump asistirán a mediados de abril a la Cumbre de las Américas de Lima, con la intención de propiciar el consenso hemisférico orientado a aislar a Maduro y solucionar la incesante crisis venezolana. El alerta lanzado por ACNUR sobre la condición de refugiados para los exiliados venezolanos acrecienta esa presión hemisférica contra Maduro.
Posterior a la Cumbre de las Américas, Trump visitará Colombia precisamente un mes antes de las elecciones presidenciales colombianas, donde la candidatura “uribista” de Iván Duque supera en la preferencia del voto sobre el izquierdista y simpatizante chavista Gustavo Petro.
México y Brasil serán otros escenarios electorales donde Pompeo y Trump buscarán frustrar eventuales triunfos de la izquierda, en el caso mexicano presumiblemente más visible con la candidatura de Andrés Manuel López Obrador, un detractor de las políticas antiinmigración de Trump.
Las candidaturas derechistas de Jair Bolsonaro y João Doria en Brasil de cara a las presidenciales de octubre polarizan un PT diezmado por el enjuiciamiento a Lula. Washington busca así evitar a toda costa la creación eventual de una especie de “frente de izquierdas” a través de las elecciones de Colombia, México y Brasil, que supongan un balón de oxígeno para Maduro.
Toda vez el ex agente de la KGB, Vladimir Putin, consolida su poder en una Rusia post-soviética que parece no dejar atrás del todo ese legado, Trump y los “halcones” en Washington parecen haberle respondido a través del nombramiento de un ex director de la CIA, Mike Pompeo, como nuevo secretario de Estado.
Con ello, la “guerra fría” parece haber regresado pero con una perspectiva geopolítica diferente. La bipolaridad entre Moscú y Washington ha dado paso a una troika donde Beijing también se anuncia con fuerza y otros actores secundarios como Turquía e Irán también tienen qué decir.