Hace 50 años, el mundo vivía la primera globalización en los surcos circulares del ‘Sgt. Pepper’ de los Beatles, quienes maduraban a la vez que su generación de segunda posguerra mundial. Heredaban una Europa humillada tras siglos de dominio planetario y destrozada por los estragos de los bombardeos que la liberaron del fascismo. La construcción europea, fruto del Tratado de Roma en 1956, unía a los viejos contendientes y gracias a ella Europa ha vivido su etapa de prosperidad más larga en la historia. Nunca antes se habían vivido 70 años de paz seguidos en el viejo continente.
El proyecto, que empezó por el carbón, el acero y la energía nuclear, fue profundizándose al tiempo que ampliando sus fronteras. Se trataba de construir confianza entre iguales, ampliar el marco de convivencia de ciudadanos, bienes y servicios. Y llegó el mercado único, la libertad de movimientos, la Política Agraria Común. Y llegó la Europol, la moneda común —el euro— y la Euroorden, un invento pretendía simplificar el trabajo de la Justicia a nivel continental con una premisa: si somos iguales, si los valores de esta comunidad son previos a la adhesión de cada Estado miembro y están basados en la democracia, el respeto a los derechos humanos y el imperio del Estado de Derecho, no tiene sentido que un prófugo de los tribunales de un país se pueda refugiar en el territorio de otro socio.
Fue el entonces presidente español José María Aznar quien, harto en 2002 de que en el sur de Francia o en Bélgica hubiera santuarios para los terroristas de ETA, propuso la Euroorden, basada en la confianza recíproca: todos los integrantes de la UE dan por hecho que sus socios son Estados fiables y cuyo ordenamiento jurídico es perfectamente democrático. Así, se elimina la burocracia bilateral de una extradición y se crea un marco común a todos en el que la Orden Europea de Detención y Entrega (OEDE) se da por concedida de antemano, y únicamente hay que aplicar las salvaguardas de la tutela judicial efectiva a la que tiene derecho cualquier reo.
Entonces, ¿por qué un juez alemán ha dejado libre a Carles Puigdemont y ha negado la entrega del ex presidente catalán para que el Tribunal Supremo español lo procese por rebelión? Se entiende mal si la UE pretende ser una verdadera unión europea tan redondamente perfecta como su bandera. Pero se entiende mejor si se lee el auto de procesamiento del magistrado Pablo Llarena y (la traducción de) el auto de la Justicia germana. Aquí se ha buscado el tipo penal más grave posible para que la pena por el golpe de Estado que se dio en Cataluña sea de 30 años. Y se ha calificado de rebelión el delito cometido, descrito en el artículo 472 del Código Penal como alzarse “violenta y públicamente para […] derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución”. Se podría haber optado por el de sedición, que reza así en el 544: “Son reos de sedición los que […] se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes”. De modo que el asunto, que algunos ya veíamos, está en si hubo o no violencia.
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Llarena se ha empeñado, en los 70 folios de su auto, en describir la violencia no sólo como la ejercida sobre personas, sino también sobre las cosas; en que los dirigentes separatistas se valieron del “poderío de la masa” con el fin espurio de que “el estado de Derecho se rindiera”; y en atribuirles la responsabilidad de los actos —éstos sí claramente violentos— del 20 de septiembre, cuando se destrozaron coches de la Guardia Civil, se les robaron armas y sus agentes, acompañados de funcionarios judiciales, tuvieron que escapar por la azotea de la Consejería de Economía que estaban registrando. Y el juez alemán no es que niegue los hechos —no está en sus atribuciones como gestor del a Euroorden—, pero sí que ha argumentado que eso en su país no podría juzgarse como delito de alta traición, el equivalente del código germano, así que España sólo podrá juzgar a Puigdemont por malversación de fondos públicos. Como pasó con Al Capone, al que se empapeló por evasión de impuestos, mientras sus esbirros pagaban penas por asesinatos y secuestros.
Pero la UE no es el Chicago de los años 30 del siglo pasado ni un golpe de Estado es contrabando de licores durante una eventual ley seca. Sin que por suerte haya habido muertos en el caso catalán, lo cierto es que, sistémicamente, lo impulsado por Puigdemont es mucho más grave, y el fracaso en la aplicación de la Euroorden da argumentos —falaces, pero argumentos al fin y al cabo— a quienes acusan al Estado español de represor y en nada homologable a sus democráticos socios europeos.
El juez alemán no ha comprado la comparación del ‘procés’ que hacía el español Llarena con el golpe militar que quiso dar el teniente coronel Antonio Tejero el 23 de febrero de 1981, ni ha tragado con que el aquelarre ante la Consejería de Economía fuese asimilable a “una toma de rehenes mediante disparos al aire”. Pero quien compara el separatismo catalán con el terrorismo sí acierta en una cosa: contra ETA nació la Euroorden y contra Puigdemont parece morir.
El ‘Sgt. Pepper’ es el culmen de los Beatles para muchos, pero después de globalizarse el mundo con ese vinilo en cada esquina, aún hubo más melodías gloriosas. Este junio viene Ringo Starr a Madrid de gira para cantárnoslas. Si el año que viene quisiera repetir, tendría que ser provisto de pasaporte porque los Beatles y el resto de británicos dejarán de ser miembros del club de la bandera azul con 12 estrellas. Y esto pasa por malas argumentaciones de lo que es Europa y por pequeños grandes fracasos como éste que, entre otras cosas, desnaturalizan el proyecto.
Si la integración continental nos ha dado 70 años de paz y prosperidad, hace falta más Europa, no menos. Pero hace tiempo que la UE no termina de hallar nuevos significados para la U de su nombre. Y aunque el mercado único sea precisamente lo único por lo que pelea Reino Unido para no perder con el Brexit, Europa es una comunidad de valores y confianza mutua. O no será.
Alberto D. Prieto es Corresponsal Internacional de OKDIARIO