Por Alberto D. Prieto
MADRID.- En esta época de periodismo rabioso y de política convulsa —¿o es al revés?—, al llegar una noticia de ésas que llamamos “de alcance” todo se acelera. Precisamente en ese momento en el que los lectores se enganchan como yonquis a nuestros medios porque quieren saber qué pasa, nos ponemos a producir piezas. Nótese que ya no le llamamos “noticias”, sino “piezas”. Y llenamos nuestra web de ellas: decenas de enfoques, lo que sea, cada concepto es susceptible de ser un título. Y es justo en esos momentos en los que menos podemos aportar. Añoro los tiempos en que el lector se tenía que esperar al día siguiente para, ávido de conocimiento, bajar al quiosco y comprar su periódico, en el que le explicarían lo que pasa. Los periodistas teníamos tiempo de recabar información, hacer llamadas, preguntar a expertos, debatir en la redacción, bajar a por un café, reposar la vorágine, llegar a la reunión de portada y enriquecernos unos a otros con el debate. Unos dirían que tal, otros que cual, el director escucharía y todos le miraríamos a la espera de su iluminada sentencia: “vamos por aquí, titulamos esto, opinamos de esta manera, dale más hueco a tal sección y, si hace falta, que mañana no haya página de esta otra”.
Añoro cuando entraba el nervio de saber que tenías entre manos una gran historia: la misma que todos los demás, así que tenías que hacer el mejor periódico posible, competir en contenidos y calidad, en buenos enfoques e intrahistorias que explicaran los hechos. Aquellos tiempos en los que a cada plumilla se le dibujaba media sonrisa inconsciente en el alma de informador. Y a algunos hasta en los labios, porque estaban participando un poquito de la historia, esas 12 o 14 horas de trabajo incansable para hacer un producto tan perecedero como el de cada día pero que —éste sí— quedaría en el archivo como referencia de hemeroteca. Los periodistas, todos, somos protagonistas frustrados de la realidad, y saciamos nuestra ansia de hacer historia contándola, al menos con eso.
Y luego venía el jefe de fotografía, lúcido y a grandes pasos por los pasillos de la oficina, con una toma en la mano, impresa en grande y a color, para chulear ente los jefes, “ya la tengo, con ésta salimos mañana, ésta es la portada, lo dice todo”. Y el director de arte, inflado de gusto, componiendo las páginas para hacer un relato coherente en lo visual que ayude al río de contenidos a llegar a su desembocadura, el mar infinito de gotas saladas que es un periódico dando cuenta de un país en llamas por una sentencia judicial que hace zozobrar un Gobierno, pone a su democracia temblar como un castillo de naipes y hace emerger a la oposición con mociones de censura como icebergs.
Los lectores se esperaban hasta mañana y nosotros no es que tuviéramos tiempo, es que nos faltaban minutos para escribir la historia. Luego, el botón de enviar la última página, la portada, tras leerla de arriba abajo, matriz a matriz, todo bien compuesto, producto de la satisfacción del trabajo bien hecho. Y a ganar a la competencia, buena faena chicos, está todo, no falta nada, cómo mola el periodismo.
En esta época de periodismo convulso y política rabiosa, decía, todo eso pasa en tiempo real, el lector ya no se espera, porque le mandamos una notificación al móvil —nosotros y el resto de medios— en cuanto sale la sentencia, que no la lee nadie antes de informar sobre ella, ni al usuario le importa. Nótese que ya no le llamamos “lector”, sino “usuario”. Y llenamos la web de piezas, pero como somos grandes profesionales, no nos pillamos los dedos y, ante la evidencia de que cualquiera de nuestros enfoques se nos puede quedar viejo antes incluso de publicarlo, hemos encontrado la solución: ya no decimos qué ha pasado, ni siquiera qué está pasando, por supuesto no nos aventuramos a predecir lo que va a pasar. Le decimos al que nos lee qué debería ocurrir. Somos protagonistas frustrados de la realidad, así que mezclamos información con opinión, buenos deseos con cuentas pendientes, ambición con compromiso, y conminamos al político de turno a que haga tal o cual. Nosotros somos la intrahistoria de los hechos y el enfoque de las piezas torna en transacción.
Por el camino se nos quedan, a veces, los hechos de verdad, los de peso. Caminamos rápidos, convulsos y rabiosos sobre la superficie de la realidad, no nos damos tiempo para profundizar en ella. Y tampoco nos lo da el dueño del móvil: dile tú que se espere un rato a que te puedas reunir con tu redacción, a que reposes los hechos en el fondo de una taza de café, a que el jefe de fotografía sonría satisfecho. Cuéntale que quieres hacer un formato especial para la web y que el director de arte está mirando maquetas esbozadas en su mesa, hazle comprender que para entender él, tienes que explicar tú; y que para explicar tú, antes tienes que colocar el puzle, hacer llamadas, hablar con expertos, que todo encaje.
Y eso lo saben los políticos, y sus jefes de prensa: ¿tienes prisa, la competencia te come, quieres contenido? Toma esta frase, este ultimátum, publica en exclusiva que voy a exigir la dimisión del presidente, y yo una moción de censura, es una primicia…
Lo que pasó el jueves 24 de mayo es que cayó un Gobierno, pero aún no lo hemos contado. Porque las prisas son la ventaja del hombre tranquilo, que aguarda a que la realidad vaya tan rápido que pase de largo. Que todos corran por ahí, porque a mí en mi sillón aún me queda un buen puro que fumar. Cayó un Gobierno, o una forma de gobernar, o un partido que gobierna. Cayó por corrupto, por esconderse bajo los millones que corrían sobre nosotros y a los que mirábamos pasar, dando saltos a ver qué pillábamos. Mientras, con las excavadoras de las obras públicas que adjudicaban en sus corralitos de poder, hacían agujeros bajo nuestros pies para pasarse las mordidas, se financiaban a escondidas saqueando nuestros impuestos, dopaban sus cuentas para competir en ventaja contra los demás partidos.
El PP tenía una ‘Caja B’, ha quedado acreditado, lo dice un tribunal. Su tesorero, Luis Bárcenas, enriquecido obscenamente en aquellos años, se va a pasar unas décadas entre rejas por robar millones de euros de dinero público a través del partido. A la sombra irá, asimismo, su mujer. Y algunos alcaldes y otros mandos medios. Los corruptores también. Y el mismo partido ha sido condenado por beneficiarse de todo esto: el partido del Gobierno condenado. ¿No es eso motivo para que caiga Mariano Rajoy?
No hemos contado que cayó su Gobierno porque el puro de Rajoy es como un agujero negro que se traga toda esta energía que ha explotado, ya lo ha hecho otras veces. Y confía, como una copia provinciana del Frank Underwood de ‘House of cards’, en que será así otra vez, y no caerá.
Ha presentado una moción de censura el líder del PSOE: quiere Pedro Sánchez llegar a la Moncloa y mandar en esta España que le dio la espalda otorgándole los dos peores resultados de la historia del socialismo. Y es una reacción legítima, algo tiene que hacer el principal partido de la oposición. Si pilla el sillón con esta excusa quizá Sánchez remonte en las encuestas y demuestre que el poder alimenta no sólo el ego, sino el intelecto. Es casi su última oportunidad, se despeña en las encuestas y en un año hay elecciones municipales y regionales. Si llega a ellas como presidente puede evitar el descalabro; si no, el centenario PSOE —al que pronto otra sentencia desnudará dando cuenta de dónde acababan los cientos de millones que se regalaron en Andalucía a empresas que decidían despedir trabajadores… aunque todos lo sabemos— puede irse por el sumidero.
Podemos, mientras, da palmas, porque con esto se ha olvidado lo del casoplón de Pablo Iglesias, ése del que la semana pasada hablábamos. Todos tenemos derecho a vivir como burgueses, como poderosos, decíamos. Otra cosa es cómo lo paguemos. Claro, eso debió pensar también el PP mientras dopaba sus cuentas… Y Ciudadanos, que no gobierna en ningún sitio, se frota las manos: si Mariano dimite, que es lo que exige Albert Rivera, han ganado; si no lo hace y hay moción de censura, también; y si acaba habiendo elecciones, todos los sondeos los colocan en cabeza.
Pero en esta época de convulsión y rabia ninguno de los tres partidos de la oposición piensa más en España que en sus propios intereses. Si así fuera, llegarían a un acuerdo, porque lo urgente va antes que lo importante y si todos están de acuerdo en que no puede seguir en el poder un partido incapaz de regenerarse, deberían hallar qué fórmula, qué presidente alternativo y con qué tiempos para volver a la normalidad les convencen a todos. El mal menor siempre es mejor que seguir instalados en la abulia del fango inacabable. No lo hacen, y quizá eso es lo que alimente el puro de Rajoy en su sillón.
Hala, ya lo hemos contado, ahora sí. Pero en esta época de rabia y convulsión, con las prisas de unos y de otros, se nos ha quedado en el tintero lo que verdaderamente importa, lo que es motivo de señalamiento público, de ser un proscrito para la vida política, de no merecer seguir presidiendo un Gobierno: el tribunal del ‘caso Gürtel’ ha sentenciado que Mariano Rajoy, que tuvo que declarar como testigo en el juicio, no es creíble. Dice la sentencia que sus palabras ante el tribunal “no aparecen como suficientemente verosímiles para rebatir la contundente prueba existente sobre la Caja B del partido”.
Si la oposición pensase en lo que importa, se fijaría en eso y se saldría del guión de serie de intrigas políticas renunciando a sus jugadas de casino por el bien de España. Si los periodistas tuviéramos tiempo para pensar, reposar la vorágine en los posos de un café y hacer llamadas con calma, habríamos señalado esa frase de entre los 1.600 folios del fallo como la realmente noticiosa. Tenemos un presidente al que no creen ni la oposición ni sus socios en el Parlamento. Pero es que ya no es creíble ni bajo juramento ante un tribunal. Si no lo arreglamos, votantes, periodistas y políticos, lo que dejará de ser creíble será España.
Alberto D. Prieto es Corresponsal Internacional de OKDIARIO