Por Rafael Simón Jiménez
Nadie en el continente ni en el mundo democrático quiere aparecer asociado a un régimen ilegítimo y violador de derechos y libertades.
Impresentable, indigerible, indefendible son calificativos que pudieran resumir la opinión y calificación de la comunidad internacional frente al régimen Venezolano, vapuleado y repudiado en todos los escenarios hemisféricos, regionales y mundiales por sus conductas despóticas, su desprecio por los derechos humanos, su ilegitimidad de origen y desempeño y la implementación de una diplomacia que ignora las formas de convivencia y cuyo estilo es el insulto, la descalificación y el lenguaje procaz y escatológico.
En la reciente Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) el gobierno de caracas recibió una auténtica felpa ante la reiteración de sus conductas antidemocráticas, su posición contumaz de arremeter contra sus propios ciudadanos limitando y liquidando libertades y garantías, y su ausencia de legitimidad al realizar unos comicios, cuya realización solo sirvió para constatar los abusos, ventajas y utilización de los recursos y el poder del estado en beneficio propio, saltándose a la torera los estándares electorales universales y las pautas establecidas en la constitución venezolana y las leyes que rigen la materia.
Lejos de mostrar disposición al diálogo, al entendimiento y la apertura, el régimen venezolano mostró su rostro más horrible por intermedio de su canciller Arreaza, quien ignorando las reglas más elementales de la diplomacia, arremetió con proliferación de insultos contra sus pares latinoamericanos descalificándolos y caracterizándolos con los mismos epítetos que a diario utilizan sus congéneres internamente para arremeter y estigmatizar a todos quienes se atreven con democrático derecho a cuestionar su afán destructivo que ha colocado a Venezuela en una situación lastimosa de pobreza y extrema necesidad.
Para este “digno “exponente de lo más grueso del lenguaje oficialista, todo el que reclame elecciones libres en Venezuela, o censure las violaciones a los derechos humanos, o se atreva a sugerir que el gobierno permita el acceso a medicinas y comida para su martirizada población, pasan a engrosar la categoría de “mandaderos de Washington “de “agentes del imperialismo” “lacayos, pitiyanquis, perros de presa del pentágono “ y otra retahíla de epítetos, que son utilizados para encubrir la falta de razones y argumentos para sostener su posición.
Roberto Ampuero, canciller del hermano pueblo de Chile, y hombre experimentado en el conocimiento del monstruo autoritario, desenmascaró la cháchara del improvisado diplomático venezolano, al señalar que si ese lenguaje irrespetuoso, procaz, escatológico y vulgar lo utilizaba Arreaza en un foro continental, realizado en un país extranjero, compartiendo escenario con personas de su misma jerarquía y rango, al menos en lo formal, como sería su comportamiento con el oprimido y supliciado pueblo de Venezuela al que ellos desde el poder simplemente consideran como súbditos.
La defensa del régimen Venezolano avergüenza y apena, incluso a quienes hasta hace pocos fueron sus aliados. El cambio de posición, bien votando a favor del resuelto que condena al gobierno o absteniéndose de países como Ecuador, El Salvador, República Dominicana y Uruguay es testimonio irrefutable de que nadie en el continente y en el mundo democrático quiere aparecer asociado a un régimen despótico, ilegítimo, violador de derechos y libertades, y que somete al hambre y a las más serias penurias a sus propios ciudadanos.