Por Cardenal Baltazar Porras Cardozo
***Somos ciudadanos, civiles que debemos trabajar con la inteligencia y el respeto a los demás, en la construcción de la patria que soñamos y a la que tenemos pleno derecho.
En ocasión del centenario de la Primera Guerra Mundial, acontecimiento conmemorado principalmente en Europa, donde tuvo lugar aquella terrible confrontación bélica que empezó el 28 de julio de 1914 y finalizó el 11 de noviembre de 1918, el mensaje del Papa Francisco, apuesta por la paz y no por la guerra. Si bien tuvo como escenario el continente europeo, involucró a las potencias de otros continentes por lo que asumió el calificativo de mundial. 16 millones de muertos, 10 millones de desplazados, y miles de personas muertas por el uso de armas químicas, nos indican el negativo balance humano cuando se pierde la racionalidad y se envía al holocausto a multitud de soldados y se deja sin hogar y esperanzas a otros tantos.
El resultado final no dejó vencedores porque la década de 1920, además de los cuantiosos daños materiales, trajo consigo un período de hiperinflación, descontento social y fragilidad en las democracias que, lamentablemente, condujeron a una segunda conflagración mundial a finales de los años 30. Surgieron los partidos de extrema derecha e izquierda con los resultados que todos conocemos. El tratado de Versalles dio pie al surgimiento de la Sociedad de Naciones, es decir, de instituciones supranacionales destinadas a propiciar un clima de entendimiento que no desemboque en conflicto armado, pues los resultados son siempre negativos para todos, y quienes más sufren son los estratos más débiles de la sociedad. Nunca faltan los agitadores de oficio, fanáticos que conducen a la humanidad por un desfiladero de violencia y muerte.
Las consecuencias de aquella guerra, que son las de cualquier conflicto bélico actual, son catastróficas: muerte de millones de personas, destrucción de buena parte de la infraestructura urbanística y del potencial que genera trabajo y riqueza. Las consecuencias económicas son evidentes: destrucción del aparato productivo, compra de material bélico, restricción del comercio y desesperación de la población. En tercer lugar, aparición de nuevas corrientes ideológicas, con ofrecimientos de paz y progreso que nunca llegaron. En lo político, desaparición de cuatro importantes monarquías y aparición de nuevos países, cuya inestabilidad se ha hecho patente desde entonces hasta nuestros días. Los efectos sociales aparecieron de inmediato: millones de hombres jóvenes muertos, cambios en el rol de la mujer al tener que reemplazar a los hombres, con aspectos positivos y negativos, tasas de natalidad muy bajas, pérdida de hogares y éxodo a otros lares. Y, por último, se perdió una generación diezmada por la guerra, pues a los muertos hay que sumar los que quedaron inhabilitados para tener una vida normal. Y las heridas físicas, psicológicas y espirituales, dejan huellas que no sanan fácilmente.
Veamos este centenario bajo el prisma de lo que estamos viviendo en Venezuela. El clima de violencia, el afán militarista que lleva a gastar en lo que no nos hace falta, el patrioterismo que induce a defender la patria hasta con la propia vida, no es el camino que nos conducirá a superar el marasmo en el que estamos sumidos. Aunque se afirma que nadie escarmienta en cabeza ajena, debemos aprender de la historia para no caer en los espejismos que nos llevan a la destrucción, al llanto y a la muerte. Hay que luchar, batallar como el Papa León Magno: sin armas y con el coraje de plantarse ante Atila impidió que Roma fuera destruida. Nunca la militarización ha dado buenos frutos. Somos ciudadanos, civiles que debemos trabajar con la inteligencia y el respeto a los demás, en la construcción de la patria que soñamos y a la que tenemos pleno derecho.