Por J. Gerson Revanales
***El presidente Busch padre pasó a la historia cuando asumió la responsabilidad de liberar Kuwait, acabar con dictadores como Noriega y contribuir a la caída del muro de Berlín.
Esta semana haré un alto en la diatriba nacional para hacer un reconocimiento a uno de los hombres que el mundo libre siempre le estará en deuda. Me refiero al presidente George Herbert Walker Bush nacido en Milton, Massachusetts, el 12 de junio de 1924 y fallecido en Texas el pasado 30 de noviembre.
La primera vez que tuve la oportunidad de estrechar su mano fue en la Casa Blanca, en el West Room, uno de los tres salones ovales, destinado a las recepciones diplomáticas. En aquella oportunidad fue por la recepción dada por el Departamento de Estado, en ocasión de la terminación del programa Huber Humprey auspiciado por USAID, cuyo diploma me fue firmado por otro gran presidente, Ronald Reagan. El viejo Busch padre, como se refería la prensa para diferenciarlo de su hijo George, también presidente -a quien conocí durante la Cumbre de las Américas en Quebec-, fue un hombre de grandes logros y decisiones en su vida. Durante la WW II, fue el piloto naval más joven de la marina de guerra americana. Al terminar la guerra fue a Yale, donde se graduó en 1948, se mudó a Texas, para entrar en la industria petrolera, convirtiéndose en millonario a la edad de 40 años.
Su exitosa carrera política la inicia en 1964 al ser electo diputado a la cámara de Representante en dos oportunidades (1964-1971), donde a apoyó a Nixon en la guerra de Viet Nam. A pesar de ser catalogado de derecha, votó a favor de la ley de los derechos civiles de 1968 y a favor de abolir el servicio militar obligatorio.
Tras una derrota en su intento de llegar al senado es nombrado embajador ante las Naciones Unidas (1971-1973) para regresar a su país como Presidente del Comité Nacional Republicano (1973-1974), donde a pesar de su amistad con Nixon le toca recomendarle la renuncia por el bien del partido.
Como hombre probo, para enfrentar las vicisitudes entre 1976- 1977, le toca dirigir la CÍA en una época en que se encontraba la Agencia sumamente cuestionada por una serie de actividades ilícitas en años anteriores.
Tras ganar Reagan las elecciones (1980) se convierte en Vicepresidente, atendiendo sobre todo a actos ceremoniales; oportunidad que repito, me tocó conocerle. En 1986 se vio envuelto en el escándalo Irán-Contra, del cual pudo salir airoso. Finalmente, en octubre de 1987, entró en la carrera presidencial, la cual ganó para convertirse en el 41 presidente de los EE.UU, donde le tocó apoyar militarmente a las acciones Unidas a raíz de la invasión de Irak a Kuwait; liderar el fin de la Guerra Fría, mientras la Unión Soviética se derrumbaba y Alemania se reunificaba.
Meses antes había declarado: “Como estadounidenses sabemos que hay veces en que debemos dar un paso al frente y aceptar nuestra responsabilidad de dirigir al mundo, lejos del caos oscuro de los dictadores. Somos la única nación en este planeta capaz de aglutinar a las fuerzas de la paz.” Esta última frase hace la gran diferencia entre la intervención y la injerencia. La primera reúne la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, mientras que la injerencia es una acción unilateral propia de los gobiernos totalitarios.