Por Jurate Rosales.
Transcurridas las fiestas de fin de año que los venezolanos quedados en Venezuela por primera vez en su Historia pasaron sin hallacas y sin pan de jamón, la primera observación es que mucha gente no ha vuelto ni volverá a su trabajo. Ganar un sueldo en las condiciones de una galopante devaluación, no tiene ningún sentido. Tampoco tiene sentido pedir una liquidación por renuncia voluntaria, o solicitar un finiquito. El dinero ha perdido su valor y sigue perdiéndolo a tal velocidad, que el tiempo que se tardaría la liquidación la transforma en inútil.
De manera que ahora, en enero, aparecerá nuevamente cuánta gente se ha ido en diciembre o cuánta está por irse y sólo esperaba pasar su última Noche Buena con la familia, antes de despedirse hasta no se sabe cuándo.
El exilado, que se consideraba la primera víctima, es ahora el más favorecido, porque muchos ya tuvieron el tiempo necesario para anclarse, que sea firme o precariamente, en su nuevo ambiente. Otro aspecto que difiere bastante de la situación de otros países, es que un elevado porcentaje de venezolanos son hijos, nietos y tataranietos de inmigrantes que habían apostado por el riquísimo país petrolero que era Venezuela. Sus descendientes pueden actualmente reivindicar la nacionalidad de sus inmediatos antepasados y emigrar como ciudadanos del país al que se supone, no es que “entran”, sino que “regresan”. Sumado, esto aumenta notablemente el número de los que se van de Venezuela por la vía normal de un vuelo y un pasaporte en toda regla.
Además, ya que hablamos de aspectos poco comunes que posee esa diáspora venezolana, está en este caso el nivel intelectual y académico de muchos emigrantes, distinto de las migraciones usuales que generalmente son de personas venidas para desempeñar las más humildes tareas, que el autóctono no quiere asumir. Los diplomas de estudios cursados no suelen ser el equipaje de un emigrante, pero en el caso de la emigración venezolana, sí lo son y se transforman en un doloroso via crucis al saber que por más meritorio que es el diploma, siempre será tratado como inferior al del diplomado local.
En estas circunstancias en que ni lo que se gana en su país, ni lo que pueda conseguir afuera equivale a lo que se hubiese esperado de haber seguido Venezuela el camino normal de estudios, trabajo y beneficios, la ruptura del hilo profesional en cada vida es un drama muy difícil de superar. Deja una herida que por más tiempo que pase, no logra sanarse. Sin embargo, para todos los que se han ido, estar fuera de Venezuela es la meta. Diríamos que es la meta de algo tan simple, como la sobrevivencia.
Veamos ahora el otro lado: el del país receptor de esas mareas humanas. La diáspora venezolana ha superado ya con creces el número usual de inmigrantes recibidos para servir de mano de obra. Lo que para el país receptor podía haber sido una ventaja con la llegada de inmigrantes útiles, en este caso es un problema de bocas por alimentar, salud por cuidar y seguridad por vigilar. En pocas palabras: cada país receptor tiene ahora un problema que le crece con cada día que pasa y que se está transformando en un desajuste hemisférico.
Resolver este enredo pareciera fácil: devuélvele a los venezolanos su normal ritmo de vida y deje que todos regresen a su país, que es, además, lo que ellos mismos desean y esperan. Muy bien, pero ¿cómo?
A estas alturas, Venezuela ya empieza a tener los defectos propios de los países comunistas: una parte de la población que huye y deja la nación sin sus cerebros y mejores trabajadores, y otra que se acostumbró a vivir como mendigos de lo que les “tira” el amo, que es el gobierno. Es cuestión de muy poco tiempo, para que el problema se vuelva imposible de resolver, con la mitad de la nación en la diáspora y la otra mitad en situación de mendigos. Si cada lado se acostumbra a su situación, ella será imposible de sanear por medio de unas elecciones cuando los únicos que habrán quedado en el país serán los mendigos, acostumbrados a recibir su ración de penurias y considerando que no pueden perder el mendrugo regalado, porque morirán de hambre. Porque de trabajar – en Venezuela no trabaja ya nadie, dado que el pago como tal, ya no es sino un engaño.
Para el venezolano, le quedan sólo dos vías: quedarse y obedecer al amo para que le dé un Clap de comida, o irse, que serán los que estarán afuera, diseminados y sin fuerza política.
Esta situación de no trabajar porque no hay cómo, ni para qué, está falseando en este momento las ecuaciones de cálculos políticos normales. Hasta el magnífico despertar de la Asamblea Nacional que exige o exigirá unas elecciones libres, puede que llegue tarde. Porque ya no habrán quedado en el país sino los votantes acostumbrados a la mendicidad propia de los sistemas comunistas. Los demás, los que trabajan o quieren trabajar, estarán fuera, sin poder votar.
Piensen en eso y no pierdan más tiempo. Temo que ya estamos “en la raya” en ese aspecto. Si hay unas elecciones en este momento, no me sorprendería que la ganen los mendigos, que son los que terminarán siendo mayoría después de que todos los que trabajan se hayan ido.
Sem 2/2019