Por JURATE ROSALES
Cuando llegué a Venezuela por barco, como refugiada amparada por el plan llamado UNRA de las Naciones Unidas para los desplazados por la II Guerra Mundial, una de las muchas sorpresas que nos brindó el primer contacto con ese país fue que las monedas todavía eran de plata. El “fuerte” era una sólida moneda que valía cinco bolívares y contenía cierto porcentaje del metal precioso a la manera antigua. Seguía la moneda de dos bolívares, la de un bolívar, el real y el medio –todos hechos con una aleación del metal precioso, que era plata. Cuando me casé en Venezuela, mi esposo hizo correr de sus manos a las mías, delante del cura en la iglesia de San José, doce mediecitos de plata que todavía conservo. Son el sello de un matrimonio unido y feliz.
No recuerdo cuándo fue que Venezuela acuñó las monedas que terminaron por reemplazar las de plata. Creo que fue gradual y nada traumático. Sólo recuerdo que de vez en cuando volvía a aparecer una que otra monedita de plata en el vuelto, lo que me indica que debe haber sido un cambio gradual. Lo que sí recuerdo es que durante la presidencia de Rómulo Betancourt el dólar valía Bs. 3,35 y empezó a valer 4,30 con una reforma que no tuvo mucha repercusión, porque inmediatamente se estabilizó en esa cifra y durante años ese fue el valor del bolívar en relación al dólar.
Cuando en el año 1983 llegó el Viernes Negro y el dólar pasó a valer de un solo “guamazo” el doble de bolívares del día anterior, o sea 7,50 por un dólar, recuerdo que aquello nos pareció la gran catástrofe. ¡Cómo éramos de ingenuos! Nadie pensó en ese momento que aquello sería el principio de una rodada hacia abajo, sin más nunca parar.
Recrear la devaluación del bolívar a partir de esa fecha es como sentarse en un tobogán que baja a una velocidad cada vez más vertiginosa, siguiendo un ritmo cada vez más acelerado. Es que desde esa fecha del año 1983, el valor del bolívar no ha parado de devaluarse con dramática constancia, delante de unas autoridades que nunca pensaron en atajar la caída.
Mi opinión muy personal acerca de lo que ahora se ha convertido en una devaluación que ha destruido en sus cimientos la moneda nacional, los sueldos, las pensiones y al propio Estado en su funcionamiento, se ha debido a factores en los cuales ha primado la ilusión de una riqueza del subsuelo que todo lo puede aguantar. Lo cual es absurdo. La realidad es que al día de hoy la moneda del bolívar no vale nada.
Lo último que ahora tenemos raya el colmo de la irresponsabilidad, o quizás si efectivamente aparece como lo anuncia el gobierno de Maduro, estarían lanzando papel moneda con billetes de un millón de bolívares cuyo valor en relación al dólar será muy bajo: US$0,52 al tipo de cambio oficial vigente. Lo dice la BBC pero aun así me cuesta creerlo. Calculo que los únicos que se froten las manos, de ser esto cierto, serán los cultores y coleccionistas de numismática, que podrán exhibir esos billetes en sus colecciones. Porque incluso, si realmente esos billetes aparecen en circulación, la impresión de cada tanda de billetes del papel moneda (que debe ser especial) y su transporte con distribución, necesariamente costarán mucho más que el valor oficial de cada billete. O me equivoco, o esa impresión es otro negocio para vender cada billete a los coleccionistas.
En cuanto a la vida real del mes de marzo 2021 no imagino qué hacen los asalariados y los pensionados con salarios o pensiones de menos de un dólar mensual. Es cuando intento contener mi ira y buscar alguna salida a esa situación, en la cual el que no tiene algún amparo de ganancia en dólares o euros está condenado a morir de mengua. Observo y admiro los continuos gestos de ayudas que observo a diario entre la gente más humilde, y que me revelan el particular sistema de las familias venezolanas a entre-ayudarse. En cambio, él que no tiene dónde acudir para esa ayuda está condenado a morir de mengua.
En la otra vertiente de esta situación me indignan los bodegones que, obviamente, cuentan con un estrato de nuevos ricos, de los que me pregunto cuántos –ellos y sus familias- ya están sancionados internacionalmente y se ven limitados en sus desplazamientos fuera de Venezuela. Observo una enorme masa de gente que a duras penas intenta sobrevivir y veo una minoría sabiendo que en cualquier momento se le puede acabar la súbita bonanza y entonces no tendrán a dónde ir para evitar una condena. No todos serán recibidos en Varadero ni tampoco en las frías y grises calles de Moscú. Tengo la impresión de que muchos de los nuevos ricos no han pensado que se les mengua cada vez más la ilusoria perspectiva de un exilio dorado.
En mi opinión –ojalá equivocada– el bolívar ya no existe y lo demás es una jungla donde cada quien debe inventar cómo hará para sobrevivir. Ya no hay civilización ni valores. Sólo son familias disgregadas que tratan de resguardar a los suyos dejados en Venezuela. El que no cuenta con esa ayuda y no ha inventado algún modo de hacerse con algo de dólares –pareciera que está condenado a morir.