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¿Cómo salimos de Daniel Ortega?

Por CARLOS ALBERTO MONTANER

Repito la pregunta: ¿cómo salimos de Daniel Ortega? Tal vez es más sencillo de lo que parece: oponiéndole los diversos grupos liberales y conservadores del país, previamente unificados. De la misma manera que se salió en 1990, utilizando a doña Violeta Chamorro como estandarte. Enfrentando a Daniel a los factores realmente democráticos y pacíficos de la nación. Entre pitos y flautas son, al menos, un 56 por ciento del electorado. Cuando los liberales perdieron contra Ortega es porque fueron divididos a las elecciones.

Cuando se rasca a la mayor parte de los nicas aparece un liberal o un conservador. Las dos criaturas se han fundido en un partidario de la “democracia liberal”. A estas alturas no tiene sentido ser liberal o conservador. Si uno cree en la separación de poderes, en el poder limitado por la ley de los gobiernos, en la propiedad privada, en la ocupación pacífica de los poderes públicos mediante autoridades elegidas en comicios transparentes y plurales, y en los inalienables Derechos Humanos, uno cree en la “democracia liberal”. Eso sucede en el Partido Liberal Constitucionalista de Haroldo Montealegre, en el Ciudadanos por la Libertad a que están afiliados Kitty Monterrey, Pedro Joaquín Chamorro Barrios y Arturo Cruz, o en el Partido Conservador, hoy representado por Alfredo César.

Daniel Ortega es un personaje más astuto de lo que afirman sus detractores. No es un hombre culto, ni un teórico de la revolución, pero tiene la viveza natural y la experiencia del nica feroz que ha aprendido a la fuerza. (Los venezolanos dicen “a coñazos”). Estuvo preso. Lo golpearon. Mató adversarios y le mataron compañeros.

Salió de la cárcel por una audaz maniobra de Edén Pastora, el Comandante Cero. Edén estuvo con él, contra él y al final se reconciliaron. Su historia personal, que acaba de concluir debido al COVID-19, resume la aventura del sandinismo.

Daniel cayó en el marxismo porque era la religión de su época, no por convicción. Era la de Fidel. En el verano de 1979 era un joven ignorante que podía pensar que la democracia y las libertades estaban condenadas a desaparecer en la medida en que Estados Unidos redujera su importancia relativa en el mundo. Era lo que suponía Fidel que sucedía y lo que le confió al historiador venezolano Guillermo Morón. Estábamos en la era crepuscular de Jimmy Carter. Los intereses bancarios llegaron al 20 por ciento. Los ayatolas en Irán habían ordenado el secuestro de decenas de norteamericanos y los planes de rescatarlos habían fracasado.

Cuba había triunfado en Angola y en la guerra contra los somalíes en el desierto de Ogadén (1977-78), dirigida por el general cubano Arnaldo Ochoa, luego asesinado por los Castro junto a otros oficiales. En julio de 1979 se produce el desplome del gobierno de Anastasio (Tachito) Somoza y la desintegración de la Guardia Nacional. Era lógica la actitud castrista de Daniel Ortega. Daba la impresión de que Occidente se “desmerengaba”, como han acuñado los cubanos. En 1990 el panorama era otro. En esa década larga se habían muerto Leonid Breznev, Yuri Andrópov y Konstantin Chernenko. Eran tantos los decesos que Ronald Reagan había dicho que “los soviéticos no organizaban gobiernos sino funerales”. Mandaba el “muchacho” Mijail Gorbachov, elegido, entre otras razones, porque era un chaval de 54 años cuando llegó al poder.

Era un reformista que iba a salvar el comunismo soviético sometiéndolo a la cura de caballo de la “perestroika” y el “glasnost”. Las personas más conocedoras le advirtieron que el sistema soló era salvable a “palos y tentetieso”. Pero Gorbachov quería rescatar a Rusia del peso de los compromisos de la URSS y ya asomaba su oreja Boris Yeltsin.

Hoy Daniel es un adulto igualmente ignorante, pero intuitivamente sabe que tiene que respetar los Derechos Humanos y sujetarse a una narrativa democrática para poder prevalecer. Pese al guirigay del “Socialismo del Siglo XXI”, Ortega percibe que la realidad actual no es revolucionaria. Lo revolucionario es el guevarismo: matar y violar la ley sin consecuencias. ¡Qué tiempos felices eran aquellos en los que se podía degollar miskitos impunemente! Es verdad que Daniel Ortega ha hecho asesinar a unas 200 personas, y ha encarcelado sin juicio a otros centenares, pero ha pagado un alto precio en respaldo internacional. Luis Almagro no lo puede ver ni en pintura. Él y su esposa son dos apestados.

En todo, la oposición democrática debe ser flexible. Lo primero es buscar la unidad de las facciones liberales. Pero si el camino, finalmente, es el de las urnas, hay que dialogar con el tirano. No se puede aguardar a que, voluntariamente, se meta en un calabozo a la espera de que lo fusilen al amanecer. No lo hará. Hay que pactar la paz aunque sea con la nariz tapada. Lo hicieron en Centro Europa con los comunistas. Lo hicieron en Chile con los militares. No lo están haciendo en Cuba y así les va. Ortega se fue una vez y lo hará de nuevo. Siempre que el precio sea accesible, claro.

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Este artículo se publicó originalmente en «El Nuevo Herald», de Miami