Por ANTONIO HERRERA-VAILLANT
Hace ya 37 años los destacados académicos Moisés Naím y Ramón Piñango publicaron su certero libro: “El caso Venezuela, una ilusión de armonía”, donde – con 14 años de anticipación – avizoraron riesgos de lo que fue el inicio de la catástrofe y el calvario que se desencadenaron en 1998.
Nada más exacto que aquellas palabras – “ilusión de armonía” – para diagnosticar lo precario de las democracias que se asientan más en teorías, leyes y libros que en las realidades de su sociedad. Porque como lo demuestra una larga experiencia venezolana, una cosa son las ilusiones de los estratos más sofisticados, y otra muy distinta las necesidades y mentalidad de las masas que integran las grandes mayorías populares.
Los desequilibrios existen en todas las naciones, solo que las proporciones demográficas de cada sector varían radicalmente entre los países más desarrollados con una mayoritaria clase media, y los que aún luchan por equilibrar el progreso con la gobernabilidad en medio de masas sumidas en atraso.
Venezuela no es la excepción desafortunada entre las naciones que luchan por implantar un sistema democrático sino un modelo de la desintegración acelerada de una armonía comprada con extraordinarios ingresos petroleros dedicados a apaciguar distintos sectores de la sociedad, incluso – en este caso – los uniformados.
En esos mismos años el sindicalista y secretario general del mayoritario Partido Acción Democrática – el desaparecido Manuel Peñalver – resumió ese profundo desequilibrio entre la democracia que parecía existir y la realidad cultural y social de la sociedad venezolana con su criticada pero absolutamente certera frase: “no somos suizos”, que utilizó para evaluar las idealistas reformas que para entonces se trataban de promover.
La tragedia y degradación sobrevenida luego, por decisión inicial de esa misma sociedad disfuncional, ha sido descrita de numerosas maneras, pero quizás sea necesario revivir un viejo concepto: Esclavitud, para describir las consecuencias de involución histórica a los que un el estado absolutista reduce a una masa decisiva de su propia población. Porque eso, esclavitud, y no otra cosa es lo que imponen las nuevas oligarquías que surgen bajo el disfraz de las revoluciones totalitarias.
La monstruosidad impuesta en Venezuela solo se podrá superar rompiendo con el egocentrismo y con la irresponsabilidad, porque con la pusilanimidad, sometimiento y conformidad que encarnan unas pasivas abstenciones – y viviendo con la ilusión de volver al pasado mediante una salida mágica – no se llegará a ninguna parte.
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