Por FERNANDO LUIS EGAÑA
Los chinos tienen un sentido del tiempo muy distinto a Occidente. Cuando una vez le preguntaron al legendario primer ministro Zhou Enlai que opinaba de la Revolución Francesa, de casi dos siglos antes, contestó que era un acontecimiento demasiado reciente como para emitir un juicio adecuado.
Nixon en su histórico viaje a China le dijo a Mao que usted había cambiado a buena parte del mundo. Mao le contestó que no, que apenas había logrado cambiar algunas cosas en las vecindades de Beijing.
Es imposible entender a China con los criterios dominantes en Occidente. Comenzando por el sentido y la perspectiva de los tiempos históricos. El Dr. Kissinger ha insistido en ello y ha escrito in extenso al respecto.
Xi Jinping, el líder del Partido Comunista y Presidente de la República Popular desde el 2013, ha venido impulsando un viraje público de la dimensión económica a la dimensión militar.
Quizás un viraje predecible en un aspecto esencial.
Primero la transformación económica, desde la ruinosa época de la Revolución Cultural hasta convertir a China en la segunda o primera potencia económica del mundo. Largas décadas ha llevado este proceso, que todavía continúa.
Alcanzado el objetivo, durante varias generaciones, la milenaria China se concentra más abiertamente en fortalecer su poderío político y militar. Avanzada la etapa del poder económico, nacional y global, se despliega entonces la etapa de la fuerza político-militar.
Xi Jinping y sus camaradas del Comité Central, parecen valorar las llamadas estrategias de Washington, la Unión Europea, y sus aliados del Pacífico, incluyendo a Japón, en términos de tácticas cambiantes, por razones del clima político. En ese tablero de poder, China lleva una ventaja.
Taiwán es y será la piedra de toque para apreciar la disposición de Beijing como protagonista principal del poder político mundial. Taiwán, potencia secundaria en lo militar, no tendría cómo defenderse ante una ofensiva masiva de la China continental.
La contención de la Casa Blanca, de Trump a Biden, se ha debilitado y Beijing se aprovecha. Pero sus tiempos son distintos para lograr sus objetivos.
Ahora bien, la China de hoy no es la misma que Deng Xiaoping se empeñó en impulsar hacia las metas de la modernización económica. Siguiendo, por cierto, la voluntad testamentaria de Mao.
China no es la sociedad monolítica y aislada de los años sesenta y comienzos de los setenta del siglo pasado. Para decirlo con prudencia, China es heterogénea, con espacios de crítica (de allí la creciente represión) y con amplios sectores sociales imbricados en las más diversas categorías de la globalización.
El fantasma de los sucesos de rebeldía de la Plaza Tiananmen, de 1989, sigue presente, y la apertura cultural de nuevas generaciones lo debe mantener con inquietud en los altos mandos del poder.
Pero Xi Jinping, al cambiar las reglas de la sucesión y restablecer un control vitalicio del partido y el estado, ha demostrado que su inspiración es una especie de Mao del siglo XXI.
Hasta ahora se ha salido con la suya. Pero nadie sabe hasta cuándo. Su sentido del tiempo, insisto, es distinto al de nosotros. Cierto. Pero China no es un gran corral: es un gran continente.
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