*** La tensión en Ucrania muy probablemente se dirimirá por los canales de las negociaciones, pero es muy posible que la fricción ruso-ucraniana siga siendo un tema recurrente en este 2022.
Por ROBERTO MANSILLA BLANCO – Corresponsal en España
Este invierno 2021-22 en Europa ha estado «cocinando» a fuego lento un conflicto tan latente como histórico entre Rusia y Ucrania. La crisis, que ocupa la atención política y mediática, se balancea simultánea y vertiginosamente entre la tensión, el equilibrio y la disuasión.
En este marco, los protagonistas, principalmente Occidente y Rusia, alzan cada vez más la voz en clave de tambores de guerra. El presidente ruso Vladimir Putin ha recuperado un tono más agresivo contra EE.UU, la OTAN y la Unión Europea con el foco en Ucrania, para advertir que no quiere más «atlantismo» en sus fronteras. Para evitarlo, ha logrado construir una especie de «cordón sanitario» geopolítico con su vecina Bielorrusia con la finalidad de atajar la «amenaza del Oeste», una rémora del «Telón de Acero» propio de la guerra fría entre EE.UU y la URSS vigente durante el período 1947-1991.
Por su parte, Washington, Bruselas y Kiev han respondido con el mismo tono de disuasión agresiva, advirtiendo que «no aceptarán una invasión rusa a Ucrania». Informes de inteligencia de uno u otro bando señalan la existencia de tropas rusas en la frontera ruso-ucraniana pero también de contingente militares polacos y de sus aliados de las OTAN en la frontera occidental de Ucrania, dirigiendo sus miras hacia Rusia.
La geopolítica juega sus cartas, pero no las únicas
Occidente no quiere ver repetido en 2022 un escenario como el de Crimea en 2014, cuando Putin, tras la crisis política en Kiev que llevó a la caída del entonces presidente prorruso Viktor Yanúkovich, no dudó en actuar, en una combinación audaz de intervención directa con referéndum popular, para propiciar una anexión inédita en la Europa contemporánea: la vuelta a la soberanía de Rusia de esta estratégica península de Crimea.
Los analistas interpretan la crisis ruso-ucraniana como una especie de «guerra latente y olvidada» en Europa. En el trasfondo está también el factor energético, enfocado en la plasmación del gasoducto Nord Stream II, pieza clave de la geopolítica energética del Kremlin, y que Putin utiliza muy bien como herramienta política, principalmente hacia Europa, y en especial cada vez que llega el invierno.
Hay un dato clave en este aspecto: junto a China, Europa es el principal socio comercial ruso, al ser el depositario del 40% de las exportaciones del gas natural ruso. Si tomamos en cuenta que la crisis diplomática que desde hace unos meses se vive entre Argelia (otro productor de gas natural estratégico para Europa) y Marruecos, ha llevado a la parcial suspensión del suministro de gas argelino hacia Europa, Putin sabe muy bien cuál es la debilidad energética europea. Por ello, la crisis ucraniana es también un factor de corte energético para Moscú.
Tres décadas sin la URSS: la «nueva Rusia» de Putin
Pero existe un factor en clave histórica que probablemente contribuya a descifrar, desde una perspectiva diferente, muchas de las interrogantes que hoy se ciernen en torno a la crisis ruso-ucraniana. Y en este factor, Putin mueve la balanza.
Los simbolismos históricos tienen mucho peso en el imaginario colectivo de los pueblos eslavos. Por ello, Putin muy probablemente está tensando la cuerda geopolítica en torno a Ucrania paralelamente a su pretensión de «reescribir la historia», construyendo un nuevo relato histórico para la Rusia post-soviética que quiere emerger.
Y el contexto se presta a ello, precisamente cuando en diciembre pasado se cumplieron tres décadas de la desintegración de la URSS, y en este 2022 nos espera otra onomástica histórica, el centenario de la creación de la URSS, la primera república socialista de la historia. Más allá de ideologías, lo que Moscú quiere mostrar ahora es su revancha geopolítica reescribiendo el relato sobre una entidad, la URSS, que en su momento logró desafiar a Occidente.
Para Putin y gran parte de la sociedad rusa, la desintegración de la URSS sigue estando muy presente en su imaginario histórico, aunque esto no signifique exactamente establecer algún tipo de añoranza que permita regresar a los tiempos soviéticos. Más que la ideología comunista, los rusos observan a la URSS con orgullo por haber sido un poder global capaz de desafiar a Occidente, así como una entidad política que aglutinó a una gran cantidad de naciones euroasiáticas, eso sí dominadas bajo la hegemonía rusa por expansión, como ocurrió en tiempos del imperio zarista. Por tanto, la caída de la URSS en 1991 dio paso a un caótico período post-soviético que muchos rusos interpretan como una «humillación ante Occidente».
El manejo de estas claves históricas son recurrentes en el discurso de Putin, toda vez la actual crisis ruso-ucraniana revela otra clave, también en perspectiva histórica: la relación entre Rusia y Ucrania siempre ha sido el motor político estratégico que permitiera o bien mantener el equilibrio dentro de cualquier nueva estructura post-soviética en este espacio euroasiático, o bien a la hora de provocar una ruptura de la misma, a través de la renovación de conflictos de carácter histórico.
La ruptura sucedió en 1991, con el pacto eslavo ruso-ucraniano-bielorruso entonces liderado por el presidente ruso Boris Yeltsin que dio el certificado de defunción de la URSS. Desde entonces, y con no menos períodos de tensiones, Rusia y Ucrania han apostado por cierto equilibrio. Pero hoy observamos que precisamente esa condición de equilibrio ruso-ucraniano también define muchos de los conflictos postsoviéticos que empañan las siempre delicadas relaciones entre Moscú y Kiev, y que se observan en terrenos conflictivos desde Transnistria hasta el Donbás.
Meses atrás, en un ejercicio inédito de metodología histórica en clave política, Putin escribió un artículo reproducido en los medios informativos rusos y occidentales en el que declaraba que «rusos y ucranianos son uno mismo pueblo eslavo». Esto define una obvia declaración de intenciones por parte de Putin. Conoce a la perfección que el tema histórico es muy sensible para rusos y ucranianos, pueblos hermanados por la ortodoxia cristina y la cultura eslavas.
No hay que olvidar que el primer Estado ruso de la historia, la Rus de Kiev, se creó en el siglo IX. Por tanto, Kiev y Ucrania (cuyo nombre literalmente significa «frontera», en este caso concebido como la frontera occidental de Rusia) están muy presentes en el imaginario histórico y político rusos. Y en ello, para Rusia, existen claras pretensiones de pertenencia.
La religión y la diáspora entran en escena
Por ello, Putin maneja con destreza esas claves simbólicas del eslavismo ruso, metabolizados dentro de los conceptos de «nación» y de la fe cristiano ortodoxa, para configurarlas dentro de una estrategia geopolítica. Es, analizado de manera un tanto simplista, una reproducción de la famosa máxima zarista de «autocracia, nación, ortodoxia», que guió los destinos geopolíticos del Imperio ruso desde el siglo XIX.
En este sentido, el factor ecuménico religioso también sirve como herramienta geopolítica. Desde 2018 se ha observado el cisma en la cristiandad ortodoxa entre las iglesias rusa y ucraniana sobre cuál debe ser el centro espiritual de la ortodoxia. En el mundo cristiano ortodoxo eslavo predomina el peso político y espiritual de las iglesias nacionales autocéfalas, sean en este caso rusa y ucraniana, pero también rumana, griega o búlgara.
Pero la simbiosis de poder establecida entre Putin y la Iglesia Ortodoxa rusa en los últimos años le ha llevado al mandatario ruso a ingresar en el terreno de la fe e impulsar una campaña ecuménica orientada a recuperar esa condición «imperial zarista» de convertir a Moscú en el centro político y espiritual de la ortodoxia cristiana. Tras décadas de ateísmo soviético, los rusos han recuperado cierto nivel de espiritualidad a través de la fe ortodoxa, explicada simultáneamente dentro del cada vez más reforzado nacionalismo ruso que Putin y la Iglesia Ortodoxa rusa preconizan en sus discursos públicos.
Ucrania, por su parte, y como reacción a ello, reforzó en los últimos años el poder de su iglesia nacional ucraniana ortodoxa, incluso decidiendo que los parámetros de poder ecuménico están establecidos en torno a la iglesia ortodoxa bizantina, con sede en Estambul, antigua Constantinopla.
Visto en la perspectiva actual, Putin sigue analizando a Ucrania como la «frontera occidental» rusa. No quiere por tanto a la OTAN en su frontera con Ucrania como sí ocurrió a partir de 2004 con las repúblicas bálticas. Toda vez, la crisis de 2022 estalla tras años de desencuentros (y desengaños) para Rusia con un Occidente que, igualmente, sí quiere a Ucrania en su esfera de influencia, a pesar de que durante todos estos años, ese mismo Occidente ha prometido a Moscú que el hipotético ingreso ucraniano en la OTAN y la Unión Europea está aún muy lejos.
Pero Putin maneja otra carta geopolítica a su favor: aproximadamente un 40% de la población asentada en la región oriental ucraniana del Donbás, fronteriza con Rusia, es mayoritariamente rusoparlante, con estrechos vínculos históricos, culturales y geográficos con Moscú. Este factor revela una partición de facto de Ucrania entre un Oeste con capital en Kiev que mira al mundo occidental (Unión Europea y OTAN) y el Este asentado en el Donbás, tradicional región minera, que mira con esperanza a la «Madre Rusia».
Este aspecto explica el porqué del conflicto militar que se ha vivido en el Donbás desde 2014, precisamente el mismo año que Crimea volvió a la soberanía rusa. Moscú ha albergado las expectativas autonomistas de las autoproclamadas Repúblicas de Donetsk y de Lugansk, las dos entidades del Donbás que desafían el mandato de Kiev. Por ello, Putin observa a Ucrania como territorio inalienable dentro de la esfera de influencia geopolítica rusa.
No olvidemos que, años atrás, el propio Putin llegó a declarar que la desaparición de la URSS en 1991 supuso «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX» entre otras razones porque «25 millones de rusos quedaron de la noche a la mañana sin patria, desamparados», en una especie de limbo que hoy Putin no está dispuesto a seguir permitiendo.
Estas declaraciones las ha «rescatado» Putin en este candente invierno con la crisis ucraniana de trasfondo. Y este factor evidencia también porque desde su llegada al poder presidencial en 2000, la diáspora rusa se ha convertido en un valor muy importante para la política exterior de Putin.
Silenciar el pasado
Siguiendo con los esfuerzos de Putin por «reescribir la historia», mientras la atención mediática estaba concentrada en la tensión con Occidente por Ucrania, la Fiscalía rusa anunciaba hace unos días la desarticulación de la ONG «Memorial», que desde hace tres décadas, en plena perestroika de Gorbachov, investigaba los crímenes soviéticos y los Gulag a través de miles de testimonios, muy valiosos para ahondar en ese trágico pasado soviético.
A ello debe agregarse la reciente confirmación de la pena de cárcel por trece años contra el historiador Yuri Dmtriev, quien también ha investigado ese pasado soviético, en particular lo que sucedió en los Gulag. En perspectiva, el trabajo de la ONG «Memorial» constituye ese esfuerzo por propiciar la «memoria histórica». Y ello, para Putin, también parece suponer un obstáculo para sus intereses políticos.
Las acusaciones de la Fiscalía rusa contra Memorial y el propio historiador Dmtriev recuerdan procedimientos típicamente soviéticos: se les ha acusado de ser presuntos «agentes de intereses extranjeros», en este caso occidentales, mezclados con presuntas acusaciones de pedofilia y pornografía contra sus principales dirigentes, en aras de propiciar el escarnio de la opinión pública rusa hacia estos «neo-disidentes».
Por otro lado, el encaje represivo hacia «Memorial» y el historiador Dmtriev puede también ser explicado como una respuesta del Kremlin hacia la Unión Europea, tras otorgar ésta vía Parlamento europeo en noviembre pasado el Premio Sajárov de los derechos humanos al disidente ruso Alexéi Navalny, hoy preso en Rusia y quien ha estado investigando la corrupción del entorno de Putin.
El cierre de «Memorial» no sólo es un ataque a la libertad de expresión porque traduce la desarticulación de un espacio de la sociedad civil rusa crítica con ese pasado pero también con el establishment actual en el poder. Por otro lado, silenciar a «Memorial» y a historiadores como Dmitriev definen también la estrategia de Putin por reescribir la historia rusa, precisamente a 30 años de la disolución de la URSS.
Putin no quiere reproducir la URSS como entidad geopolítica pero sí ansía vertebrar otro relato histórico sobre la «nueva Rusia», enfocado en trasmitir ese nuevo testimonio «oficial» a una nueva generación de rusos «post-soviéticos», que no vivieron ese pasado, y que observan precisamente aquel mundo soviético como una especie de «arqueología del pasado».
En este ejercicio de «borrón y cuenta nueva» de una «memoria histórica retocada», la nueva historiografía rusa liderada desde el Kremlin ha silenciado los crímenes del estalinismo entre los años 1930 y 1950, con el Gulag de trasfondo. Incluso, ha recuperado la figura de Stalin, georgiano de nacimiento, con un «verdadero líder ruso» que guió a una URSS heredera de las glorias imperiales rusas, hacia el dominio mundial tras la II Guerra Mundial. El objetivo parece ser borrar ese pasado soviético incómodo que propicie una mala imagen para la «nueva Rusia». El cambio generacional tres décadas después de la desaparición de la URSS puede propiciar para Putin esa perspectiva de «reescribir la historia».
Por ello, Putin busca acondicionar a las nuevas generaciones rusas sobre la necesidad de romper con ese pasado histórico incómodo, articulados en torno a los crímenes soviéticos, para preparar un relato más acorde con sus pretensiones de procrear una «nueva Rusia», mucho más fuerte, moderna, postsoviética y respetada a nivel internacional. Y en ello, Ucrania es el escenario que puede descifrar con mayor nitidez esas pretensiones de Putin sobre el revisionismo histórico.
La tensión en Ucrania muy probablemente se dirimirá por los canales de las negociaciones, determinadas por la permanente disuasión entre Rusia y Occidente, conscientes de que un conflicto militar abierto sería claramente contraproducente en el mundo de la post-pandemia. Pero es muy posible que la fricción ruso-ucraniana siga siendo un tema recurrente en este 2022 que no olvida el peso de la historia, ya que en diciembre próximo se conmemorará el centenario de la creación de la URSS. En este 2022, preparémonos para mas «sorpresas putinianas».