En un hecho que ya es una tradición, el papa Francisco saluda a las trabajadoras sexuales en la plaza de San Pedro.
Por José Piñeiro
Marcela, Minerva y Claudia son algunas de las transexuales, la mayoría latinoamericanas, que cada miércoles se levantan de madrugada y dejan las calles del litoral de Roma en las que ejercen la prostitución para acudir a la plaza de San Pedro, donde el papa Francisco las saluda tras la audiencia entre cardenales, obispos y autoridades.
El hecho se ha convertido casi en una tradición: don Andrea Conocchia, el párroco de Torvajanica, una localidad a una treintena de kilómetros de Roma, recoge a «las chicas», como las llama cariñosamente, y las acompaña para asistir a la audiencia general en la plaza de San Pedro y luego se acercan a saludar a Francisco.
En ese momento, explican, se sienten «acogidas» porque como las recordó Francisco: «A los ojos de Dios somos todos iguales», dice Marcela, uruguaya, mientras enseña una foto de aquel día de abril en la que aparece con la bandera de su país sobre los hombros. Ella fue de las primeras en saludar al pontífice.
De ese primer grupo «ya no está entre ellas» Naomi Cabral, prostituta transexual argentina y quien, cuentan con un nudo en la garganta, fue hallada muerta el pasado 6 de octubre en la habitación de un hotel de la costa romana donde recibía a los clientes.
«El papa les ha dicho a las otras chicas que tiene una foto de Naomi en su escritorio para recordarla», confiesa Marcela.
Todo comenzó durante el confinamiento en la pandemia, cuando estas trabajadoras sexuales llamaron a la puerta de la parroquia de la Santísima Virgen Inmaculada, que se asoma al mar del litoral romano, para pedir ayuda y entonces don Andrea les sugirió que escribieran al papa explicando su situación.
Y así empezaron a llegar las ayudas: alimentos, dinero e incluso la vacuna contra el coronavirus, en algunos casos entregadas por el mismo limosnero papal, el cardenal Konrad Krajewski.
Las mujeres querían agradecer esta ayuda personalmente al pontífice y Don Andrea se lo pidió a sor Geneviève Jeanningros, una monja francesa que trabaja desde hace años con los trabajadores circenses en la costa romana y que es una antigua conocida de Jorge Mario Bergoglio de cuando estaba en Argentina. Al cabo de unos días llegó la respuesta: «El papa quiere conocerlas a todas».
Entre ese primer grupo que vio el papa estaba Claudia Vittoria Sala, que reivindica con orgullo que es argentina, la tierra de Bergoglio, y explica entre lágrimas: «Cuando el Papa me puso la mano en la frente me sentí tan pura, feliz, libre de todos mis pecados porque hay gente que tiene más pecados que yo»
Asegura que «hay una Iglesia que no discrimina a los trans y a los gays» porque señala: «A mí el Papa me ha recibido, me ha ayudado, también económicamente. Fue una gloria de Dios. Las que discriminan son las personas, van a misa y luego no nos dan trabajo».