A juicio del autor, es indudable que hay personas que sienten que reconocer derechos a la comunidad LGBTIQ representa un riesgo o una amenaza contra la familia tradicional.
Por Julio Castellanos
Activistas pro derechos humanos de la comunidad LGBTIQ efectuaron la semana pasada una llamativa protesta en la sede de la Defensoría del Pueblo, por varios días permanecieron encadenados solicitando que se gestionen reformas legales e institucionales en el país que permitan 1) el matrimonio igualitario, 2) el fin de la penalización de la homosexualidad a los oficiales de las Fuerzas Armadas y 3) El cambio de nombre para transexuales, entre otras reivindicaciones. Los manifestantes, nos guste o no, están en pleno derecho de ejercer la protesta, los estándares internacionales en materia de derechos humanos hacen legítima su lucha y el Estado venezolano debe dar respuestas a sus justas demandas. Se ha anunciado que se autorizará próximamente el cambio de nombre a algunas personas trans, un tímido avance que debe ser el primero de muchos pasos para construir una sociedad tolerante e inclusiva.
¿Por qué negar derechos?, es indudable que hay personas que sienten que reconocer derechos a la comunidad LGBTIQ representa un riesgo o una amenaza contra la familia tradicional. Hay que responder ante tal errónea idea que Venezuela es uno de los pocos países en este hemisferio que no reconoce el matrimonio igualitario, en casi todos nuestros países vecinos, en USA y Europa ya hay décadas de vigencia de esas reformas. Aún en esos países no ha ocurrido ninguna catástrofe. De hecho, la única catástrofe social en el continente americano en este instante es Venezuela, una diáspora de más de 7 millones de compatriotas que huyen de su país así lo demuestran, de los cuales, vale decir, un importante grupo son personas del espectro LGBTIQ que escapan de nuestro excluyente país a otras naciones que permiten respirar aires de libertad.
Desde la década de los 90’s fue retirado del índice de enfermedades mentales el espectro de conductas sexuales LGBTIQ, de hecho, algunas terapias de conversión que preocupante e irresponsablemente se siguen ofertando para, supuestamente, restituir la heterosexualidad en personas “confundidas” son consideradas una forma de tortura psicológica. Lo que sí se anexó al índice de enfermedades mentales es la homofobia, lo cual es muy lógico, sólo un desorden mental explica el odio de unas personas sobre otras a razón de lo que pasa o no en una cama ajena.
Además de quienes visceralmente se niegan a reconocer los derechos humanos del colectivo LGBTIQ, hay otro grupo de argumentos que son sinceramente preocupantes: la afirmación de muchas personas sobre que los derechos de esta comunidad no son importantes, no son prioritarios, que hay cosas más urgentes. A estos hay que indicar, en principio, que en nuestra absolutamente desigual sociedad las personas excluidas, marginadas, en condiciones de explotación y desprovistas de garantías son las que sufren de forma diferenciada el impacto de la crisis humanitaria compleja, es decir, los niños, los adultos mayores, los pobres, los indígenas, las mujeres y, claramente, la comunidad LGBTIQ. La lógica indica que precisamente hay que atender las prioridades de la gente que se encuentra en mayor riesgo de sufrir hambre, miedo, violencia o explotación ¿o es que acaso la prioridad de Venezuela son las necesidades de recreación alta gama de las clases pudientes que hacen girar su vida en Las Mercedes?
A quienes proceden a odiar y amparan su delictual conducta en la fe, en la religión, frente a ellos no basta con recordarles que Venezuela es un Estado Laico, ese es un concepto muy complejo para quienes tienen un lugar reservado en el cielo, a la diestra del padre, por su demostrada capacidad de respetar al prójimo. Es preferible recordarles las palabras de su santidad, el Papa Francisco, al ser interrogado sobre el “el peso del lobby gay en la Iglesia” en entrevista concedida en 2013. Su acertada respuesta fue “yo no he visto ninguna persona con identificación de algún lobby, ante una persona gay ¿Quién soy yo para juzgar?”. Si él puede sentir respeto, ¿Por qué el resto no podríamos seguir ese ejemplo?
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