El autor considera que si los más ricos no toman medidas para resolver la desigualdad social por misericordia, al menos deberían hacerlo por sentido de supervivencia.
Por Julio Castellanos
Durante los primeros años de la “Revolución Bolivariana”, Hugo Chávez prometió acabar con los “niños de la calle” y, de no lograrlo, se cambiaría el nombre. Ni se cambió el nombre, ni los niños, niñas y adolescentes en situación de calle dejaron de existir, de hecho, el pasado 29 de diciembre de 2022, mientras otros niños disfrutaban de sus regalos navideños, pude ver a varios “niños de la patria” dedicados a la limpieza de parabrisas, vendiendo chupetas o mendingando algo para comer en la Av. Las Ferias de Valencia, a la altura del puente Santa Rosa.
Es totalmente comprensible que este asunto despierte emociones como la rabia, la decepción y la frustración. No obstante, nada hacemos con las lágrimas. Debemos pasar de la preocupación a la ocupación en lo que respecta a corregir los cada vez más agudos niveles de desigualdad que reporta la ENCOVI y que constatamos en la calle a diario. Lo primero, a mi juicio, es desechar algunas ideas que se han sembrado en la mente de muchas personas con poder de decisión: 1) “la desigualdad siempre ha existido y siempre existirá, de hecho, las sociedades ricas también son desiguales” 2) “una economía capitalista competitiva requiere un Estado Mínimo, en la que los individuos asuman su responsabilidad personal y no el Estado” 3) “ayudar a los pobres es socialismo y el socialismo conduce a la servidumbre”.
La primera afirmación es tan cínica como irracionalmente sostenida, en principio, las injusticias pasadas no justifican las injusticias presentes, pero además, el fin de la comunidad política a la cual pertenecemos, el Estado Venezolano, es el bienestar general de sus ciudadanos antes que el bienestar de algunos. La persistencia en la cumbre social de ciertos apellidos, de ciertas familias, de ciertos individuos cuyos hijos y nietos si merecen todo pero el resto debe hacer de Sisifo y cargar la pesada roca de la exclusión una y otra vez por la empinada colina de la indiferencia y siempre verla rodar cuesta abajo no es solo la negación de la justicia social es que, además, una sociedad económicamente polarizada conduce a la violencia. Si los más ricos, si los más poderosos, o ambos, no toman medidas para resolver la desigualdad social por misericordia, al menos deberían hacerlo por sentido de supervivencia. La chispa de la violencia no se sabe por dónde comienza ni tampoco por donde termina clavada la daga del rencor.
La segunda afirmación ha logrado hacerse un lugar en la mente de los hacedores de políticas públicas y responsables políticos que vivieron las crisis de los 80s y 90s, temen a la inflación, a los presupuestos deficitarios, al endeudamiento y con justos motivos. Ahora bien, en la Venezuela del aquí y el ahora, tenemos todo eso más el desmantelamiento de los servicios públicos. Es decir, el Estado Mínimo practicado con sigilo por el madurismo, el sálvese quien pueda de la “Venezuela se arregló”, se caracteriza por hacer de la ortodoxia económica su cotidianidad, se niega la libre sindicalización, no hay diálogo tripartito, el salario mínimo es ínfimo, las prestaciones sociales son miserables, el deterioro de la atención sanitaria atenta contra la vida y la educación no es ni pertinente ni asequible. Seguir pontificando en favor del Estado Mínimo, peor si es para justificar pingües beneficios para las empresas a costa del sufrimiento de los trabajadores, es sinceramente criminal considerando el cuadro de Emergencia Humanitaria Compleja que padece el país. La experiencia fáctica de los países más prósperos es que el capitalismo es perfectamente compatible con un sólido y eficiente Estado de Bienestar, que no deje a nadie atrás e impida la reproducción de la desigualdad intergeneracional.
La tercera afirmación tiene un origen respetable pero irremediablemente equivocado, surge de las aseveraciones de Friedrich Hayek sobre la cual debemos meter en el mismo saco al totalitarismo soviético construido por los comunistas y el Estado de Bienestar construido por los socialdemócratas porque ambos conducen, a su entender, al fin de la libertad. La palabra – anatema es la “Planificación”. Hayek tenía una visión en la que una economía de mercado autorregulada permitiría la maximización de la productividad y la riqueza de forma también automática. Ese fundamentalismo de mercado obnubila a muchos tecnócratas del presente y, como a los “Chicago Boys” y, en nuestro medio, a los “IESA Boys”, les genera la miopía de confundir crecimiento con desarrollo. La acumulación de riqueza en el quintil más rico de la población, los superávits en algunas empresas, las colas del 1% de la población para disfrutar el consumismo hedonista de Las Mercedes, están ocurriendo sobre el lomo de los trabajadores y obreros mal pagados, sin protección frente a la depreciación incontrolada de una moneda pulverizada y con pensionados condenados a muerte por inanición, vale decir, si la preocupación es no destruir la libertad, no estamos logrando mucho por la libertad de las masas empobrecidas. ¿Cuál libertad están gozando los padres y madres de familia que no pueden alimentar a sus hijos? ¿Si los hijos de los asalariados tienen rezago de peso y talla, si no estudian, si terminan en la calle, podemos hablar de algún grado de liberación?.
Quizá se me acuse de comunista; y eso no es la primera vez que ocurre con un adeístas, por algo se nos conoce más por “adecos”; pero si llegamos al poder no será para poner arbolitos de navidad ni muñecos tipo comics en cada esquina, ni entregar el patrimonio público a la voracidad privada, sino para transformar socioeconómicamente al país, para establecer la justicia social, para dotar de derechos a los trabajadores y para garantizar el derecho a la ciudadanía a los pobres y excluidos. Este país es de todos y debemos construirlo entre todos.
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