La decisión de Lula de no tomar partido en la guerra responde a intereses económicos y geopolíticos. Pero negarse a condenar a Putin significa convertirse en cómplice de un agresor fascista.
Por Philipp Lichterbeck – Publicado en dw.com
Lula sigue la línea tradicional de la política exterior brasileña al no tomar partido en la guerra de Ucrania. Tiene sentido cuando dice que Brasil es «un país de paz», que luchó su única y última guerra en 1865, contra Paraguay.
Prefiere hablar de cómo lograr la paz. Por ello, Lula presentó su veto al envío de munición para los tanques Leopard 2 que Alemania y otros países de la Unión Europea enviarán a Ucrania.
Está claro que detrás de esta postura está, por un lado, el sincero esfuerzo de Lula por la paz, y es de agradecer que proponga una iniciativa bajo el liderazgo de Brasil, y también de China, para la mediación en el conflicto.
Por otro lado, lo que justifica la posición de Lula son, por supuesto, fuertes intereses económicos. La agroindustria brasileña depende totalmente de los fertilizantes procedentes de Rusia y Bielorrusia, especialmente del cloruro de potasio. Sin ella, Brasil puede olvidarse de su estatus de «mayor campo de soja del mundo».
De ahí la amistad con Vladimir Putin, único punto en común entre Lula y el expresidente Jair Bolsonaro, quien, pocos días antes del inicio de la guerra en Ucrania, viajó a Moscú y cortejó a Putin para asegurarse envíos de fertilizantes.
Pero por mucha razón que tenga Lula al intentar poner en marcha una iniciativa de paz, igual de equivocado está cuando pretende culpar de la guerra de Ucrania a Europa o a la OTAN.
Es completamente ingenuo pensar que Putin se vio obligado a atacar, como sostienen repetidamente Lula y gran parte de la izquierda brasileña y latinoamericana.
De hecho, desde hace 20 años Rusia lleva a cabo guerras imperialistas y criminales en sus alrededores para ampliar su esfera de influencia. Rusia comenzó su guerra contra Ucrania ya en 2014 con la anexión de Crimea, ilegal según el Derecho internacional.
El error de facto fue que Europa, en lugar de reaccionar con rigor, pensó que Putin se detendría ahí. Porque la historia alemana también enseña que no se debe, sin luchar, entregar a los agresores y dictadores lo que quieren. No van a parar ahí.
La guerra y la agresión son la naturaleza constitutiva de sus regímenes, son lo que les da estabilidad. La Rusia de Putin también es así.
Orden social fascista
Con Putin, Lula cae en la red de alguien maquiavélico, brutal y mentiroso, que quiere crear en Rusia un orden social que haría la envidia de cualquier bolsonarista: militarista, nacionalista, homófobo, hostil a las minorías, incontestado, con un culto a la personalidad del líder, hostil a la ciencia, basado en noticias falsas.
Es ese orden social, en esencia fascista, el que Putin quiere extender a otros países. Es por ello que utiliza a cientos de miles de rusos, principalmente pobres y con escasa formación, de la parte asiática del país, como carne de cañón en el frente; es por ello que destruye hospitales, hogares, parques infantiles, centrales eléctricas, presas e incluso pueblos enteros de Ucrania con misiles rusos.
Quien, como Lula, no condena, sino que busca justificarlo, se convierte en cómplice.
Un agresor, varias víctimas
Lula dice: «Creo que cuando uno no quiere, dos no luchan». La pregunta sigue siendo: ¿se aplica esto también al conflicto entre los mineros y los yanomamis? Al igual que los rusos, los mineros cruzaron las fronteras ilegalmente porque pensaban que muy pocos indígenas poseían muchas tierras, y con ello impedían que los brasileños trabajadores, a quienes también pertenece este país, generaran riqueza.
¿Por eso ahora se negociará con los mineros para que se queden con una parte de la reserva indígena? No, serán expulsados, como dicta la ley. Y al igual que la ley brasileña se aplica a los mineros, la ley internacional debe aplicarse a Putin.
Con su lógica, Lula invierte la relación de causalidad y echa la culpa de la agresión a la víctima.
Esta guerra no tiene dos bandos a los que haya que escuchar: hay un agresor (Putin) y varias víctimas (rusos, ucranianos, países en desarrollo que sufren la falta de grano procedente de la región en guerra).
Lo realmente trágico de esta inversión de culpabilidades es que Brasil y la izquierda latinoamericana, en su antiamericanismo automático, se ponen del lado de Putin y, por tanto, del lado de un fascista.
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