El autor se pregunta ¿cómo puede ser que un país que siempre trató de estar en la vanguardia de todos ha llegado a un estado de degradación, desidia y desolación?
Por Antonio A. Herrera-Vaillant
Hace 50 años se soñaba con una Gran Venezuela. Nuestros recursos naturales nos permitían aspirar a un progreso sin límites para todos. Éramos un país con aspiración de progreso ilimitado, que tenía confianza en sí mismo, que ponía sus miras siempre hacia adelante y hacia arriba.
Muchos sostienen que aquella era una Venezuela muy desigual, y eso es absolutamente cierto: Pero entonces la gente era colectivamente optimista, y hasta los de la más modesta situación económica apuntaban a la superación.
¿Qué ha pasado? ¿Cómo puede ser que un país que siempre trató de estar en la vanguardia de todos, lleno de esperanzas y afán de superación, ha llegado al presente estado de degradación, desidia y desolación?
Quizás la culpa fue de la impaciencia. Quizás quisimos ir más rápido de lo que la historia y la realidad social permitían. Quizás por demasiado exigentes se defenestró a un presidente por causas que ahora nos parecen triviales. Quizás olvidamos que las sociedades progresan gradualmente, que las mejoras no aparecen de la noche a la mañana.
Posiblemente malinterpretamos aquellos primeros intentos de combatir la corrupción, y a medida que se destapaban escándalos no entendimos que aquello era apenas un comienzo, y nos adelantamos a pensar que todo era corrupto, a generalizar la condena a todos los políticos y a todos los partidos.
Olvidamos que lo perfecto es el peor enemigo de lo bueno y buscamos soluciones radicales.
Y lo peor es que veinte y tres años después de lanzar al país por un túnel de pesadillas, de ruina, decadencia y chabacanería, se ha seguido en busca de soluciones automáticas, instantáneas, o mágicas.
El último dislate ha sido eliminar el único símbolo de la continuidad legal y constitucional que nos quedaba y que todavía reconocían los principales promotores de la democracia en el mundo. A cambio de nada.
Y aquí estamos, a punto de volvernos un Haití o una Somalia, porque estamos al borde de la bancarrota total, sumergidos en una cosa amorfa que no tiene ideología ni nada que se le parezca, que es la simple entronización del crimen y el malandraje. Es desgobierno, anarquía y sálvense quien pueda.
El comienzo del fin del calvario vendrá cuando comience a prevalecer la madurez colectiva, cuando se entienda que la política es el arte de lo posible; con alternativas que ofrezcan verdadera gobernabilidad, realismo político, económico y social, equilibrio y aquella auténtica visión de estado que caracteriza a las naciones más avanzadas en este mundo. Mientras tanto, la letra – lamentablemente – seguirá entrando con sangre.
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