Por Alberto D. Prieto
MADRID.- Tengo un amigo rojeras, de ésos que hasta votaron a Podemos, que fuma en pipa y hace unas fotos prodigiosas. Hace un par de semanas, estuve en su estudio tomando un mal café y presumiendo de mi encendedor zippo dorado, pero él no se dio cuenta porque no dejaba de hablarme, y de escucharme. Al rato llegó su padre, un actor de ochentaytantos que no los aparenta, o sí, vaya usted a saber. Pero hablando, no. Como mi amigo, no parece de ésos que votaron a Podemos. O de cómo nos los imaginamos los que sentimos urticaria simplemente al teclear el nombre del partido. Se nos vienen imágenes de la Venezuela de Chávez y Maduro, recordamos sus actitudes y eslóganes, constatamos sus políticas en los municipios que gobiernan y nos preguntamos cómo hubo —y todavía hay— gente que los apoya. Mi amigo dice que ya no lo hace, pero sí. Sostiene que no los votará otra vez, o que “vaya usted a saber”.
El caso es que cada vez que lo veo, que es poco —porque la vida de una gran ciudad como periodista y ex marido con hijas a su cargo deja poco tiempo para vivir—, descubro que podría ser amigo de ese tipo que es mi amigo. Y, al cabo de un rato, me alegro de serlo. Es un artista mucho más leído que yo —qué suerte—, y al que el epíteto ‘tolerante’ no le encaja porque en realidad es una esponja de la vida, un hombre de ojos abiertos que observa y no juzga, que aprende y no concluye, que toma de todos sin quitarle nada a nadie, y te devuelve una sonrisa. La tuya y la que te deja al abrazarte con amor fraternal en el umbral. Sabes que tardarás quizás un año, puede que un día, en volver a visitarlo y que sea como fuere, habrá pipa, mal café y horas infinitas para ti y todas tus cuitas. Que Luis querrá aprender no tus lecciones, sino de dónde vienen, que te estrujará esponjándote alrededor, para empaparse de ti sin secarte, como en un mar infinito en el que las gotas dejan de estar para ser un todo.
Luego hace esas fotografías que son cuadros de filosofía instantánea y no sólo sientes que serías amigo de ese tipo que es tu amigo si lo conocieras de nuevo, sino que te ves sonriendo mientras desembridas la moto bajo su portal y sientes lástima por todos los que, en la madrileña plaza de la Luna, no saben que en el segundo piso del número 12 de la calle Desengaño habita en horas de oficina —y en otras más intempestivas— una persona que les haría mucho bien.
Hoy mismo compartía Luis Gaspar una muestra de su ser en las redes sociales en la que pedía “una nueva APP que te permita entender que los que no piensan como tú no son el mal personificado sino que, en el peor de los casos, están equivocados”. Y tiene mi amigo Luis Gaspar una lista de Spotify que se llama ‘Canciones que hoy no’ que, como todo lo que hace, es a la vez una provocación y una reflexión. En este caso sobre la invasión de lo políticamente correcto y de cómo esa mala moda está coartando nuestra libertad. La suya como artista —un día, que os cuente la historia de cómo se le ocurrió juntar canciones que hoy serían tachadas de discriminatorias por sexo, ideas políticas, religiosas o, simplemente implanteables, aunque creo que ya lo hizo aquí—, y la de todos como simples peatones de la madrileña plaza de la Luna.
El caso es que mi amigo filósofo de la fotografía —o viceversa— es ejemplo vital de aquéllos que pretendemos escuchar y leer a cuantos más mejor, y a poder ser de la acera de enfrente, para aprender hasta el infinito y más allá. Lo mismo que su viejo, con quien me reí un buen rato a pesar de que ya me tenía que ir a hacer la comida de las niñas. Este otro Luis Gaspar, el de ochentaytantos, me habló de los “idiotas” —creo que usó un término mucho más elaborado y divertido que mi limitada capacidad hoy no recuerda, lástima— que hoy pueblan el Congreso de los Diputados. Acababa de llegar Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno y ya se estaba removiendo el asunto del Valle de los Caídos, lo de sacar los restos del dictador Francisco Franco de ese monumento brutal y de estética grandilocuente. Allí yacen en lugar preeminente junto a los de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, el partido ultranacionalista, paternalista y autoritario que inspiró en gran parte los primeros largos años del régimen dictatorial surgido de nuestra última Guerra Civil.
Cuando aparecen estos debates yo tengo clara mi postura, pero como es tan elaborada, precisa de un artículo tan largo como éste —o más, y si es posible tras una conferencia de un erudito con un par de ginebras con tónica, una buena dosis de tabaco y amigos como los Luises— para desarrollarla. Es decir, y resumiendo, me parece adecuado que a un dictador no se le glorifique, y uno entiende que un monumento público siempre tiene esa interpretación intrínseca en su mera existencia. Pero también entiendo que la historia no es ni buena ni mala, simplemente es, y sin tenerla presente se olvida. Puede que incluso conociéndola: miren, si no, el crecimiento del partido filonazi Alternativa por Alemania en las últimas elecciones legislativas del país que provocó la II Guerra Mundial a base de invadir a otros y de exterminar judíos, gitanos, homosexuales, deficientes y demás “seres infrahumanos”. O quiénes gobiernan en Italia desde hace menos de un mes, esa amalgama entre los populistas de comedia televisiva del M5S y los fascistas de nuevo cuño de la Lega.
Pero esto, en realidad, ya pasó. El 17 de marzo de 2005, de madrugada, José Luis Rodríguez Zapatero celebraba su primer año de Gobierno en España cargándose el consenso de la Transición. No por levantar la estatua de Franco que todavía, 30 años después de su muerte, permanecía en la plaza de San Juan de la Cruz, pegada al paseo de la Castellana —bastante escondida, por decisión del propio dictador, todo hay que decirlo—, sino por cómo lo hizo, de manera unilateral y sorpresiva, sabiendo que de esa manera provocaría reacciones airadas y descontroladas con las que hacer ver que a la derecha del socialismo sólo había fachas.
El paso de la dictadura a la democracia en España fue todo lo imperfecto que se quiera, pero fue precisamente así porque no sólo había demócratas entre la gente a la que reconciliar, y porque a cambio de conquistar la libertad —bueno, de construirla, que Franco se murió en la cama, nadie lo echó nunca de su poltrona, ni tan siquiera se intentó—, todos cedieron. Por ejemplo, uno de ellos, Santiago Carrillo quien, después de que el presidente Adolfo Suárez se jugara el cuello legalizando el Partido Comunista del que él era secretario general, accedió a dar su primera rueda de prensa con la bandera rojigualda tras él, y no la republicana roja, amarilla y morada —ésa que duró los escasos cinco años de la II República—. Y lo hizo proclamando explícitamente que el comité central del PCE, en consecuencia, había “decidido colocar, al lado de la bandera roja del partido comunista, la bandera bicolor del Estado español”.
La concordia costaba horrores, porque Carrillo había sido el consejero de Orden Público responsable en 1936 de las “sacas” de presos que terminaron en las matanzas de Paracuellos durante la batalla de Madrid de la Guerra Civil, en las que se fusilaron sumariamente a alrededor de 2.000 personas simplemente por considerárseles “contrarios al bando republicano”. Darse la mano, por muchas décadas que hubieran pasado, dolía a las dos Españas, pero ambas querían ser una sola. Y se logró.
Pasadas otras décadas, y mientras con justicia se homenajeaba a Santiago Carrillo en una esquina de Madrid por sus 90 años y su contribución a la reconciliación, 2,5 km Castellana abajo se retiraba la estatua de Franco con nocturnidad y vergüenza. A ver quién era el que levantaba la voz ante la remoción del monumento mientras el presidente que lo había decidido estaba abrazando al comunista que un día se había dejado mecer por el ondear de la bandera de siempre, y no la suya. Y ahí estaba la coartada de la trampa. Porque de ningún otro modo se podía llamar a ese cierre de la Transición, para algunos necesario, puede que conveniente pero, incluso para el primer presidente que llevó el socialismo a La Moncloa, discutible.
Poco antes de que Zapatero —a cuyo abuelo fusilaron los ‘otros’ en la guerra— diera orden de quitar de ahí la estatua ecuestre del dictador, y cuando el runrún ya estaba en el ambiente, Felipe González había explicado por qué él nunca la había retirado. “Me parece una idiotez, Franco ya forma parte de la Historia de España”. Puede que sólo fuera una excusa para, desde el presente, explicarse sus faltas del pasado, pero contenía una verdad: la Historia hay que conocerla, para aprender de ella. En mi opinión, puede que para ello no haga falta que siga un bronce de Franco a caballo junto al paseo de la Castellana ni su lápida ante el altar de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, pero hacerles una “saca” a ambos conjuntos monumentales para eliminarlos de nuestra vista no es la solución, ni siquiera para ganar hoy la guerra de hace 80 años. Porque el drama es que aquella guerra aconteció, y que hubo una larga dictadura después.
Hoy el problema es que nadie sabe qué pasó en el franquismo, al que se le aplica la brocha gorda de «dictadura y nada más». La corrección política no permite decir que, siendo un gobernante autoritario que imponía su visión de la vida al creerse iluminado por la razón y Dios, dejó un legado en parte aprovechable —y aprovechado— para que los ciudadanos a los que sometió desarrollaran luego en libertad. De hecho, sigue pasando que sus 40 años de régimen se soslayan en los libros de texto escolares hoy —le acaba de pasar a mi hija de 11 años en su último examen de la asignatura— tanto como en las aulas de mis años 80.
Quizá sea políticamente incorrecto proponer ideas como la de crear un museo del franquismo, para que se reúnan allí símbolos, documentos, testimonios y audiovisuales. Puede ser que a ese recinto acudiera algún nostálgico, claro, a reivindicar la figura del dictador, pero ¿acaso no está en su derecho todo el mundo de pensar lo que quiera mientras cumpla las leyes? Tal vez suene transgresor reclamar que no se haga nada sin acuerdo de todos, izquierdas y derechas. Pero yo conozco a un tipo que vota a Podemos, fuma en pipa y ofrece mal café a los amigos a quien me imagino de público en una conferencia de alguno de esos nostálgicos… aunque, eso sí, de los que no sean “idiotas”, como dice su padre.