Algunas dictaduras, como las del portugués Salazar, el venezolano Pérez Jiménez y el chileno Pinochet, ofrecen asidero para que quienes quieran revisarlas puedan hacerlo con seriedad intelectual. Para mí, adeco betancourista, sería ejercicio fácil, y ojalá Rómulo no me espere a las puertas del infierno para reclamarme esto que estoy diciendo. Lamentablemente, no es el caso de la dictadura actual venezolana, indefendible por donde se la mire, vergüenza de una sociedad que fue propicia a los gobiernos autoritarios hasta que Nicolás Maduro le hizo conocer cómo veinte años a un dictador le bastan para destruir una nación.
Como adelanto de lo que sería una reconsideración del juicio a los dictadores arriba señalados, invoco que Salazar puso su pueblo a salvo de la Segunda Guerra Mundial, Pérez Jiménez propulsó el desarrollo físico planificado por la Revolución de Octubre y Pinochet salvó a Chile de una ruina como la actual venezolana, hecho lo cual se retiró del poder, llevándose, según dicen, menos de diez millones de dólares, una miseria si se lo compara con lo robado por cualquier compinche de cuarto escalón en nuestra millardaria narco-dictadura.
De las dictaduras de derecha siempre se sale, mientras que las mal llamadas de izquierda -en realidad, vulgares fascismos analfabetas- pueden durar lo que las de los Castro. Profeso una objetiva admiración por un profesor de Economía llamado Antonio de Oliveira Salazar que con sobriedad y firmeza condujo sabiamente a su patria en medio de la tempestad bélica que arrasó a Europa. Una sucesión dentro del régimen ha actualizado el caso de Angola, nación africana que como colonia fue para Portugal una fuente de riqueza y ha seguido siéndolo como dictadura de izquierda. Los hermanos Castro, que para el petróleo tienen fino olfato, se metieron en la guerra de liberación angoleña y dejaron allí, como socio, a José dos Santos, quien como dictador pasa de treinta años en el cargo. La democracia que siguió a Salazar llegó a términos con esa dictadura de izquierda, a consecuencia de lo cual la persona más rica de Portugal es hoy su hija Isabel, una mulata buena moza y billonaria que domina bancos, medios de comunicación y empresas de energía. No sé si Maduro sabe eso, pero de hecho el marido de Cilia aspira a ser el Santos venezolano.
Como todo eso puede parecer lejano en la Geografía, repensemos, aledaño, el caso chileno, con un Pinochet a quien, al irse del poder, enjuiciaron porque, dicen, se cogió una suma que no alcanza para comprar un apartamento como los que cualquier jerarca madurista, superando escraches, está aperando en cualquier ciudad ibérica con cuyas autoridades ha negociado su dorado exilio. Y conste que decir esto no es pedir un Pinochet para Venezuela. No está uno en edad de amores imposibles. El estamento militar chileno disuade el poderío conjugado de Argentina y Perú, con quienes Chile vive en tensión permanente. Distinto a Venezuela, aunque ésta se encuentre igual de presionada, desde el Oeste por esa nación propiamente dicha que es Colombia mientras por el Este sufre el despojo esequibo actualizado por el suculento hallazgo petrolero en la zona reclamada.
No puedo dejar suelto el cabo de algo arriba dicho, eso de que la sociedad venezolana ha sido propicia a las dictaduras. Así ha sido, según canta un hecho tan reciente como es el resultado de las elecciones de 1998 que dieron clamorosa victoria a un teniente coronel raspado en el curso de Estado Mayor, a quien sólo avalaban su condición de transgresor y la oferta de hacer «un gobierno militar». El arribo de Chávez fue en olor de multitud tanto como de los más caros perfumes: a lo que entonces se llamaba oligarquía, hato de aduladores y cabrones, Chávez los echó a patadas de su entorno.
Gobiernos civilizados o civilizadores hemos tenido pocos. Citemos los de Rojas Paúl y López Contreras en el siglo XIX -considerando que esa centuria en Venezuela terminó en 1935, a la muerte de Gómez-, y los de Betancourt, Leoni y Caldera en el siglo XX -a quienes les siguieron falta distancia para juzgarlos. Pero Betancourt tuvo que disfrazarse de hombre fuerte, con aquel mito de que batía la pipa. A quien le siguió, Raúl Leoni, se le tenía por bolsa porque respetaba los derechos de sus gobernados.
Ese marco histórico hay que considerarlo hasta para evaluar en su heroica medida el esfuerzo que los venezolanos están haciendo ahora para sacudirse una dictadura que avergüenza menos por ser tal que por lo primitiva y esperpéntica. (Quienes quieran saber qué es un esperpento, busquen a Valle Inclán en wikipedia). Juro que entre lo primero que haga al volver del destierro, por ahí el año 19, será promover la erección de una gigantesca lápida donde se graben los nombres de los venezolanos inmolados en las manifestaciones que conmovieron al mundo y son la base del actual repudio universal a Nicolás Maduro y su oprobioso régimen.
A la destrucción física y moral causada, en la cual destaca la de toda esperanza para las nuevas generaciones -excepción hecha de los vástagos Chávez, Maduro, Flores y así colina abajo-, puede atribuirse la reacción de las nuevas generaciones de venezolanos contra la bárbara suposición de que un gobierno es bueno en la medida en que no tenga frenos. En estos históricos episodios de coraje impresiona el carácter profundamente cívico y posibilista que, por contraste, destacó frente al mundo la brutalidad del gobierno forajido. Se demostró a la humanidad que los venezolanos rechazan la dictadura y son capaces de hacerlo con riesgo de sus vidas. Se dotó a la resistencia de la necesaria calificación moral. Sobre esa base conceptual, las expresiones de cólera ciudadana han movido la acción internacional que, convertida en estrategia global, va asfixiando al régimen en lo que podemos considerar un método nuevo y lícito para derrocar una dictadura. El madurismo se queda sin oxígeno. Su agonía durará más o menos, pero ha entrado en la fase del sálvese quien pueda, donde cada individualidad negocia su impunidad por separado.
Menos afortunado tenía que ser el intento de Fuerte Paramacay, ejecutado fuera de la estrategia que la oposición organizada ha venido desarrollando. Retarla en el terreno de las armas no es lo recomendable para derrocar una dictadura militar. Hemos sostenido y sostenemos que del estamento militar sólo exigimos neutralidad política, porque el ciudadano que custodia las armas de la república no puede ser factor deliberante frente al ciudadano que por sabia ley no tiene acceso a ese recurso de fuerza. Todo lo cual no impide que a los presos por ese incoherente episodio les consideremos, como los consideramos, entre nuestros presos, que ya van por los miles.
El caso es que los venezolanos hemos aprendido a respetar los gobiernos que a su vez nos respeten, lo cual renueva la esperanza en quienes nos hemos resistido a perderla.