Hace un mes, España estaba sumida en una de las peores crisis políticas de los últimos tiempos: la declaración ilegal de independencia de Cataluña. Ese día la constitución y la rebeldía se disputaron el poder. Ese día ocurrieron todas las cosas posibles en un estado de derecho. Ese día se celebraron los dos plenos más importantes que se pudieran celebrar en simultáneo en este país: el Parlamento Catalán y el Senado debatían el futuro inmediato de España. Ese día se cruzó la delgada línea que separa la democracia como poder del pueblo, de la democracia como respeto a las normas de convivencia.
Aquel 27 de octubre -¡hace a penas un mes!- fue al mismo tiempo el principio y el fin de la Cataluña independiente por la que mal lucharon los rebeldes que gobernaban esa Comunidad Autónoma. Carles Puigdemont y los suyos declaraban la independencia, al mismo tiempo que el Gobierno central les cortaba las alas a su proyecto ilegal. ¿Es ilegal desear ser independientes? No. Pero es ilegal pretender serlo quebrantando las leyes y la Constitución. Ese fue su pecado. Y mentirle al pueblo, por supuesto, aunque algunos crean que eso es lo habitual en los políticos.
La manera en la que el Gobierno español puso freno a la euforia independentista fue aplicando el artículo 155 de la Constitución, lo cual derivó en la destitución de los gobernantes catalanes y la convocatoria a elecciones autonómicas el próximo 21 de diciembre. Y la aplicación del mencionado artículo ha sido más discreta de lo esperado: No hubo traslado de los ministros a Cataluña, ni tampoco resistencia de los funcionarios catalanes. Como diría el expresidente venezolano Eleazar López Contreras, ha sido todo con mucha «Calma y cordura».
Pero durante estos 30 días, mucha agua ha corrido: Se declaró la independencia, se cesó al gobierno catalán y el Ejecutivo asumió sus funciones, se convocó elecciones, Puigdemont se escapó a Bélgica (y allí sigue), se juzgó y llevó a prisión a los rebeldes (algunos pagaron su fianza y salieron en libertad condicional, otros no tenían ese «privilegio» y siguen presos), hubo una huelga general en Cataluña que pasó un poco desapercibida, la policía local también fue intervenida sin mayores aspavientos, ante la incertidumbre política y económica cientos de empresas mudaron su sede fuera de Cataluña, se pronunció la Unión Europea en favor de España y su tan vilipendiada «unidad»… y ahora, simplemente, Cataluña está en campaña.
Un mes después, el Gobierno de Mariano Rajoy resume lo ocurrido como la vuelta a la serenidad y la normalidad, dejando a un lado la incertidumbre que vivió todo el país por aquellos días que parecen tan lejanos, en los que se tomó una decisión inédita en el país. Rajoy destaca la contribución de los funcionarios de las instituciones catalanas a que eso haya sido posible.
Ahora todo está en manos de los partidos constitucionalistas que hacen vida política en Cataluña y que el próximo 21D se medirán en unas elecciones marcadas por la sombra del secesionismo, pues de ellos depende que no vuelvan a gobernar Cataluña quienes pretenden un plan distinto para España y para el conjunto de los españoles. Aunque si esto llegara a ocurrir, ya ha recordado Rajoy que «el 155 sigue estando ahí». Sin embargo, en el Gobierno están convencidos de que no será necesario, bien porque los partidos constitucionalistas sumen la mayoría necesaria el 21D para acceder a la Presidencia de la Generalitat o porque, si lo hace un dirigente soberanista, cree que no repetirá los mismos errores.
El primer balance oficial del periodo transcurrido desde que se aprobaron las medidas derivadas del 155 lo hará la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, el próximo 4 de diciembre, en su comparecencia ante la comisión del Senado encargada de tramitar el aval parlamentario que necesitaba el Ejecutivo para sus medidas.
Todavía queda mucho por ver pero, aparentemente, todo vuelve a la normalidad en España. Y en Cataluña.