El centenario de la Revolución rusa de la de 1917 está pasando con más pena que gloria precisamente en el país donde se desencadenó, sobre lo que podemos considerar como el acontecimiento más trascendental del siglo XX.
La opacidad en la celebración del centenario en Rusia contrasta notablemente con los actos conmemorativos que se están realizando en Occidente, especialmente en Europa. Mientras las grandes editoriales occidentales adelantaron durante todo el 2017 una prolífica producción bibliográfica sobre este acontecimiento, toda vez se celebraban todo tipo de coloquios y conferencias sobre el significado del centenario revolucionario, el mismo transitaba en un marco de cierta apatía tanto a nivel oficial como dentro de la sociedad rusa.
Esta opacidad oficial sobre el centenario en Rusia no es casual. Muy probablemente obedece a un enfoque tendiente a cerrar heridas del pasado ante un acontecimiento fuertemente controvertido dentro y fuera del país. La única excepción fue la tradicional convocatoria realizada por el Partido Comunista de la Federación Rusa, erigido como el principal partido opositor en la Rusia actual, con apenas 42 de los 450 diputados en la Duma o Parlamento.
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A diferencia, el centenario revolucionario sí que viene expresándose en Rusia a nivel académico, aunque con menor intensidad que en el caso de Europa. Desde enero funciona un Comité Organizador de los eventos del Centenario, única iniciativa oficial orientada a canalizar estas celebraciones a través de diversas actividades (artísticas, editoriales, cinematográficas, etc) cuyo objetivo está más bien enfocado en la reflexión y el debate.
Un centenario “trágico”
Con todo, el sentido “trágico” de 1917 marca muchas de las declaraciones oficiales del Kremlin sobre el centenario. Cabe destacar en este sentido las declaraciones de Mikhail Shvydkoy, representante de asuntos culturales del gobierno de Vladimir Putin, quien no dudó en calificar a la revolución como “la sentencia de muerte de la Gran Rusia”.
Esta perspectiva parece consolidarse en las altas esferas del poder en el Kremlin. Con anterioridad, durante un acto celebrado en enero de 2016, el propio Putin llegó a cuestionar a la revolución bolchevique de Lenin considerando que “no necesitábamos una revolución mundial”. Y aún sigue coleando su famosa frase, realizada en 2008, en la que denunció que la disolución de la URSS fue “el peor desastre geopolítico del siglo XX”.
Otra intención del Kremlin por “silenciar” el centenario, sería fortalecer la unidad nacional y glorificar el sentido histórico imperial de la “Gran Rusia”, en aras de potenciar un proyecto político determinado por el propio Putin y la nueva nomenklatura del poder.
Tampoco busca Putin irritar a la Iglesia Ortodoxa con este centenario. La enorme represión y el ateísmo implícito de los bolcheviques instaurado contra la religión a partir de 1918, es una herida histórica para la Iglesia Ortodoxa rusa que, a consecuencia, se ha convertido en uno de los pilares estructurales del poder de Putin y su nueva nomenklatura.
Para un 2018 electoral
Otras perspectivas sobre la opacidad de este centenario en Rusia también aducen al temor estructural del Kremlin hacia todo síntoma de revolución. Ello se debe a que la Rusia post-soviética observó con ansiedad la reproducción en su periferia euroasiática de movilizaciones contestatarias (las denominadas “revoluciones de colores”) que desde 2003, y con apoyo occidental, han llegado al poder y fracturado los intereses geopolíticos rusos en Ucrania, Georgia y Kirguizistán.
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Si bien estas revoluciones resultaron ser infructuosas a la hora de reproducirse en la propia Rusia, desde el Kremlin se prefiere abortar cualquier reminiscencia “revolucionaria” que pudiera substraerse de este centenario.
Paralelamente, otros argumentos se enfocan en observar el impacto que tendría una celebración oficial con movilizaciones populares en las calles en tiempos de crisis económica, motivada por las sanciones occidentales desde 2014, y con un 2018 electoral a la vista.
A comienzos de 2017 se presentaron protestas en diversas ciudades rusas, convocadas por el líder opositor Andrei Navalny, contra la corrupción imperante en las elites del poder. El foco principal de las protestas era el primer ministro y ex presidente Dmitri Medvedev.
Por lo tanto, una celebración oficial del centenario en clave reivindicativa podría resultar igualmente contraproducente para los intereses de Putin y de la nomenklatura, ya que en vez de celebrar el centenario, la ciudadanía bien podría expresar su descontento ante la corrupción y el talante autoritario del sistema impuesto por Putin. No hay que olvidar que en marzo de 2018, Putin se juega la reelección presidencial, prácticamente asegurada al no tener una oposición fuerte y unida.
La intención de cerrar heridas ante un pasado controvertido, a través de un opaco centenario que permita acentuar el hecho de vivir Rusia su etapa “post-soviética”, gravita así como el modus operandi del Kremlin.
Cobran aquí importancia capital el desfile militar de cada 9 de mayo, en conmemoración de la “Gran Guerra Patriótica” y la victoria contra el fascismo y la Alemania nazi en la II Guerra Mundial; y el Día de la Unidad Nacional (4 de noviembre), oficializada a partir de 2005 y que conmemora, con una mezcla de patriotismo y de fervor religioso, la rebelión del pueblo ruso contra el dominio polaco en 1612.
Este acontecimiento ocurrió justo un año antes de la entronización al poder en Rusia de la dinastía Romanov (1613), cuya abdicación tres siglos después, a partir de los procesos revolucionarios de febrero/marzo de 1917, también pasó por debajo de la mesa en la Rusia actual.
Resta observar cuál será la reacción oficial por parte del Kremlin para julio de 2018, cuando se celebre el centenario del asesinato del zar Nicolás II y su familia a manos de los bolcheviques, principalmente en un momento en que la perspectiva de gloria imperial rusa se está consolidando en las esferas de poder.
La “Madre Rusia”
La apatía y opacidad de este centenario contrasta con la activa diplomacia internacional de Putin, enfocada en acentuar sus imperativos geopolíticos en aras de recuperar la grandeza imperial rusa.
El reciente acuerdo para el post-conflicto en Siria y las redes de conexión energéticas trazadas a través de la cumbre de Sochi (22 de noviembre) certifica el peso cada vez más decisivo del Kremlin en un espacio tan estratégico como es Oriente Medio, Eurasia y el sur asiático.
Putin apuesta fuerte en el tablero geopolítico global, toda vez recupera el sentido estratégico del orgullo nacional ruso a través de sus principales activos: unas Fuerzas Armadas modernizadas y una industria energética eficaz. A pesar de la crisis, Rusia cuenta con notable liquidez financiera que le permite, entre otras cosas, actuar de salvavidas de aliados en apuros, como es el caso de la Venezuela de Nicolás Maduro.
El Kremlin calcula con destreza la troika del poder global que viene estableciéndose entre EEUU, China y Rusia. Mantiene una alianza estratégica con Beijing que le permite moderar la presión occidental vía Washington, toda vez la diplomacia rusa comienza a erigir canales de conexión en el corazón de la Unión Europea. Pero tampoco huye del pragmatismo y de la realpolitik.
Mientras la matriz de la gloria imperial rusa cobra cada vez más intensidad en la opinión pública del país, Putin marca el 2018 como un punto de inflexión de esta nueva era. En perspectiva está una reforma constitucional para ampliar a seis años el mandato presidencial, estableciendo una especie de “neo-zarismo” constitucional y competitivo.