La oposición está obligada a invocar “el espíritu del 23 de enero” y mutarlo en acción. Y la parte no contaminada de las Fuerzas Armadas debe unirse al pueblo.
La insurgencia civil-militar que derrocó a la dictadura de Pérez Jiménez el 23 de enero de 1958 fue precedida a las doce del mediodía del día 21, además de la no circulación de periódicos, con repiques de campanas en los templos religiosos, el silbato de las sirenas de las fábricas y el estruendo de las cornetas de los automóviles, anunciando el comienzo de la huelga general. Hubo disturbios en Caracas y varias ciudades del país que fueron reprimidos con un saldo de 60 muertos y cientos de heridos, y a las cinco de la tarde se impone el toque de queda. El día 22 continúan los combates en la calle, y en la noche se sublevan la Marina de Guerra, la Escuela Militar y varias guarniciones, y en la madrugada del día 23 el dictador huye en el avión presidencial a Santo Domingo. La unión de pueblo y Fuerzas Armadas hizo posible el rescate de la libertad y la democracia.
La dictadura de entonces alardeó con su política de obras púbicas, que nos dejó un legado de realizaciones materiales reales, que, como se ha registrado en libros y numerosas publicaciones, es inferior a lo que se hizo en los primeros diez años que siguieron de gobiernos democráticos.
El período democrático de cuarenta años transcurrido entre 1958 y 1998 no sólo puede enorgullecerse de su quehacer en el escenario político, de la infraestructura física construida y de los logros económicos alcanzados, sino también del paso trascendental de la nacionalización de la industria petrolera que estaba en manos de empresas extranjeras, lo que hizo decir a un senador republicano estadounidense que “este calvo (Pérez Alfonzo, creador importante de la OPEP) es más peligroso que el barbudo (Fidel Castro)”. Fueron cuarenta años seguidos de gobiernos de presidentes civiles, lo que no es cualquier cosa en un país como Venezuela que había tenido entre 1830 y 1958 solo nueve años sin mandatarios uniformados. La historia se complace en registrar los contrastes que ha presenciado.
Nada de lo recordado sintéticamente arriba puede ser olvidado. Ahora tenemos de nuevo otra dictadura, una de esas que eufemísticamente se llaman “autoritarismos competitivos”, que se ha puesto el sayo mendaz de “socialismo del siglo XXI” y deja como obra, a diferencia de la anterior, un país en ruinas. Al comienzo de su gestión, como no queriendo darle la espalda a su par Marcos Pérez Jiménez, a quien Chávez visitó en Madrid e invitó a volver a Venezuela, dijo que “no había nada que celebrar el 23 de enero”, y solo fue tres años después, en el 2001, cuando, ante las masivas manifestaciones populares que en la ocasión se realizaban, que asumió la apostasía de sumarse a los honores que se le tributan a la histórica fecha, sin dejar de querer embalsamar la democracia y colocarla en su féretro.
Vivimos días difíciles, envueltos en el halo trágico de la masacre del 15 de enero en El Junquito. La oposición democrática está obligada, no solo a invocar “el espíritu del 23 de enero”, sino a mutarlo en acción. Y la parte no contaminada de las Fuerzas Armadas, que vigila en silencio, debe, al igual que en 1958, enlazar sus manos a las del pueblo para marchar y volver a ser libres.