Nuestro problema no es solo de derechos humanos y democracia o crisis humanitaria sino de articulación del régimen con grupos y países con intereses geopolíticos y delincuenciales en Venezuela.
El camino de las discusiones académicas, políticas e incluso lingüísticas para caracterizar la organización del poder en la Venezuela chavista ha consumido mucho tiempo, durante el cual ha sido complicado un acuerdo sobre la mejor vía para liberarnos de esta lacra que nos acogota. Es reciente que en los círculos académicos, en los pasillos de las cancillerías y en las organizaciones internacionales se comience a aceptar que estamos en dictadura. Distintas caracterizaciones aparecieron en estos largos años, entre ellas, neodictadura, autoritarismo, autoritarismo competitivo y totalitarismo sin olvidar lo de fascismo. Catalogarlo como dictadura no fue una tarea fácil. Formalmente la OEA, por ejemplo, no ha sido capaz de hablar de “ruptura del hilo constitucional” sino de “violación”. Y menos de actuar en consecuencia. Hubo que crear un grupo extra OEA, el Grupo de Lima, para ser más claro y contundente y hablar de “ruptura”. Hoy hay algunos miembros, como Chile, que le tienen miedo al término dictadura y prefieren decir que “no hay democracia”.
Una más fácil transición fue pasar de hablar de gobierno a régimen. Entendiendo que gobierno se refiere más a aquellos que están destinados a rotar en el poder, mientras que regímenes serían los que se quieren perpetuar, especialmente imponiendo una hegemonía y redefiniendo el modelo económico, político e incluso cultural de un país.
Ahora nos hemos dado cuenta del carácter delincuencia del régimen. Primero hablamos de que somos un país secuestrado por unos malandros que se han apropiado de las riquezas y de las instituciones para ejercer su dominio sobre el territorio y la gente. Es una figura metafórica que nos permite entender el tipo de relación entre nosotros y quienes nos someten. Alí Babá y los cuarenta ladrones.
Luego hemos caído en cuenta de que el asunto es más serio. Algunos señalan el tema del narcotráfico para caracterizar a Venezuela como un “narcoestado”. Pero se quedan cortos. Estos “secuestradores” están articulados internacionalmente a una serie de fuerzas e intereses, en lo concreto con organizaciones y gobiernos, todos persiguiendo sus intereses geopolíticos o delincuenciales, y no solo son las drogas.
Por esto preferimos hablar de “pranato”, neologismo proveniente de otro: “pran”. “Pran” viene del submundo criminal venezolano e identifica al jefe o capo de los presos en una cárcel cuya red delincuencial se extiende fuera de la prisión.
Usamos «Pranato” en vez de régimen, pues va más allá al significar una articulación o alianza con fuerzas delictivas organizadas. En él no solo participan venezolanos filocubanos chavistas, militares corruptos, Cuba y los boliburgueses sino grupos guerrilleros como las FARC y el ELN, potencias extraregionales como Rusia, China e Irán y movimientos radicales islamistas, además de bandas criminales locales e internacionales y los miembros del Foro de San Pablo. Pero nuestro problema no es solo de derechos humanos y democracia o crisis humanitaria. El pranato venezolano al ser parte de las “organizaciones delictivas transnacionales” es además una “amenaza más inmediata para nuestro hemisferio”, como planteó Rex Tillerson.