Uno se pregunta si recibieron una pedrada en la cabeza de pequeños, o si como Obelix generaciones y generaciones han ido cayendo en una marmita de poción mágica independentista. ¿Es posible que tanta gente coincida a la vez creyéndose una quimera, saltándose leyes, desafiando órdenes judiciales, arrasando coches de policía, enfrentándose a un juez del Tribunal Supremo en su mismo despacho minutos antes de que te diga si duermes en casa o entre rejas?
Josep Rull, diputado autonómico y ex consejero del Gobierno golpista de Carles Puigdemont, protagonizó este viernes un incidente con el magistrado Pablo Llarena cuando éste acababa de comunicarles a los cinco citados en su juzgado su auto de procesamiento. Todos habían ejercido su derecho a la última palabra, pero Rull no habló, escupió una acusación a la cara del juez: “Ya sabemos lo que viene ahora, iremos a la cárcel, lo hemos leído en la prensa —en OKDIARIO, de hecho, 24 horas antes—, porque usted no deja de filtrar todo lo que ocurre aquí”.
Llarena no permitió el desafío, mandó al resto de acusados fuera y sentó a Rull de nuevo ante sí para ponerlo en su sitio, con firmeza, dignidad y profesionalidad. Precisamente, las condiciones que uno cree que le faltan a los políticos independentistas.
No son profesionales, llevan décadas improvisando inventos. Con toda la maquinaria institucional de su lado y una prefabricada atmósfera favorable alrededor: han sido 40 años de autonomía en los que han vaciado de España la región catalana con la aquiescencia culpable de los sucesivos gobiernos nacionales que precisaban sus votos para la estabilidad. Se acostumbraron a un sí fácil y su amateurismo les hizo creer que todo interlocutor que se cruzaran sería igual que ellos, un aficionado. Y este juez no.
No son dignos. La mañana de este viernes comenzó con la noticia de que otra, y ya van siete, había huido. Marta Rovira, número 2 de Esquerra Republicana y líder de facto al estar encarcelado Oriol Junqueras, no aguantaba la presión de ir a prisión. A la hora de publicarse su carta de despedida —y de reproches a todo pensamiento contrario al suyo— ya andaba más cerca de Suiza que de su amada Cataluña, esquina noreste de su despreciada España.
Y no son firmes, a fe que no lo son. Hace pocos días, el propio Puigdemont decía en una entrevista con medios suizos que “por supuesto que la independencia no es la única solución”. Lo decía ufano, como presumiendo de que hay otras salidas, las mismas que él dinamitó llevando a último término el juego loco del referéndum del 1 de octubre. Pero es que ni él había sido votado como president de la Generalitat —el candidato era Artur Mas, hoy olvidado hasta por el juez que ha mandado a la cárcel a los principales payasos de todo este circo— ni su partido llevaba aquella consulta falsa en su programa: fueron elegidos para proclamar la ‘república’ en 18 meses. Cambian cada día de idea, según sople el viento, en una desquiciada carrera hacia delante porque ninguno quiere ser el que la pare y porque enfrente tienen a un Mariano Rajoy que preside pero no lidera.
La calle es de ellos, por las buenas o por las malas. De los encarcelados y de los dos millones de convencidos que parecen haber caído en su enorme marmita de doctrina separatista.
Uno no cree que vaya a haber nuevas urnas en breve, y se huele que si las hubiera poco cambiarían los bloques. Porque no son votantes, son creyentes bautizados durante décadas en las escuelas con libros de texto adoctrinantes y en una tele pública diseñada para “construir país”. Este mismo viernes, Joan Tardà, diputado en el Congreso de Madrid de la secesionista Esquerra, presumía de que “hace 10 años, el independentismo tenía un 25% de apoyo y hoy ronda el 46%”.
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Más allá de que es mezquino montar todo este lío político, económico y social sabiendo que no suman ni la mitad, y dando por bueno que la profunda crisis que empezó en 2008 ha servido de caldo de cultivo para todo tipo de políticos de receta fácil —desde España a EEUU, que votaron a Trump—, debemos reflexionar sobre qué se ha hecho mal desde el lado que hoy dice defender la Constitución y durante cuatro décadas la guardaba en un cajón cuando convenía.
Porque es cierto que quien se salta las leyes es culpable y debe ir a la cárcel, pero también lo es que la marmita independentista no la llenaba solo el president. Muchos de los ingredientes fueron cocinados en las trastiendas de Madrid dejando hacer a los indepes. Durante 40 años de componendas y silencio a cambio de votos. Mientras criaban a dos millones de Obelix.
Alberto D. Prieto es Corresponsal Internacional de OKDIARIO