A la espera del auténtico cambio. Escritor cubano, autor de poesía, ensayos y relatos.
Por Vicente Echerri
Algunos periodistas, comentaristas y analistas políticos, con una mezcla de ingenuidad y buenos deseos, hablan de la “elección” de un nuevo jefe de Estado en Cuba en el día de hoy (que se dará a conocer el jueves 19 cuando circule esta columna impresa) y la califican de “cambio”. Ciertamente, en su sentido más estricto y elemental podría llamarse cambio a esta suerte de relevo generacional en el seno de la tiranía más larga de América y una de las más antiguas que sobreviven en el mundo; pero cambio en su sentido más profundo y raigal, que significaría el principio del fin de seis décadas de oprobio, no tiene la menor justificación ni asidero.
Si alguien ha creído que Miguel Díaz Canel —hijo putativo de Raúl Castro que, en el momento en que esto escribo, parece el designado a ser “electo” por una asamblea de sicofantes para que se ocupe de dirigir los negocios del país que los Castro han manejado desde 1959 como una finca— es una versión caribeña de Gorbachov, tal persona padece de un optimismo galopante. Ese monigote, o cualquier otro improbable que pueda salir de este trámite, no tiene otra misión que conservar la estructura inoperante y decrépita que, no obstante, amamanta y sostiene a una clase parásita a costa de la libertad y la prosperidad de todo un pueblo.
El heredero de Raúl Castro está demasiado a su sombra para que pueda esperarse ninguna apertura seria, ningún cambio genuino. En Europa Oriental y en la felizmente desaparecida Unión Soviética no existían liderazgos “históricos” y los comunistas fatigados que cedieron a las presiones populares y facilitaron los cambios eran meros burócratas, debilitados ideológicamente en la misma medida que imbuidos de cierto pragmatismo que los atraía hacia los modelos capitalistas que prosperaban en su vecindad. Con una gran dosis de cinismo, muchos de ellos terminaron por aceptar que el “sistema” no funcionaba.
Cuba no ha llegado a esa etapa todavía, si es que sus dirigentes, en algún momento, no optan por el fascismo, como ha sido el caso de China y de Vietnam, donde el régimen de Partido Único funciona en sociedad con el gran capital. En cualquier caso, la democracia en Cuba no está a la vuelta de la esquina, como sí estuvo cuando el desembarco de Bahía de Cochinos -del que acaban de cumplirse 57 años- en que Estados Unidos desaprovechó la oportunidad de destruir lo que ya entonces era un desembozado despotismo, inacción que nunca me cansaré de lamentar.
Entre tanto, en La Habana, ese triste cónclave de cipayos que se llama Asamblea Nacional del Poder Popular “elegirá”, casi seguramente por unanimidad, al candidato único que les proponga el verdadero poder del cual ellos no son más que unas menesterosas apariencias; y el nuevo líder, en su discurso de aceptación, reafirmará su inquebrantable celo de comunista y revolucionario ortodoxo para gratificar los oídos de quien lo ha puesto donde está como una foca clonada y amaestrada.
De momento, no se despeja el horizonte político de Cuba, que sigue ensombrecido, como lo ha estado por casi 60 años desde que unos facinerosos se adueñaron del mando con el respaldo de un pueblo iluso. Entonces, como ahora, el rescate de la democracia ha pasado por la remoción violenta de los secuestradores a manos de un agente liberador, un auténtico white knight, papel este que Estados Unidos ha rehusado desempeñar pese a todos los compromisos históricos y los beneficios políticos que de tal acción habrían de derivarse. En su lugar, Washington sigue apostando por la caída espontánea en su cesto de la fruta madura, podrida más bien. No es previsible que el heredero de Raúl Castro facilite esa magra cosecha.