Por Carlos Canache Mata
Los “rugidos de ratón” conque Nicolás Maduro trata de intimidar a la comunidad internacional no produce efecto alguno.
En los países democráticos, los Jefes de Estado buscan, hasta por su propia conveniencia, la concordia con los diversos sectores de la sociedad organizada y con la ciudadanía en general. Esa regla la rompe a diario el actual ocupante del Palacio de Miraflores. Quien hace una crítica, aunque sea leve, a su gestión gubernamental, recibe de inmediato los violentos dardos verbales de la ira de Nicolás Maduro. Su palabra, orlada de insolencias, la blande como arma implacable contra los que, en ejercicio de un derecho, disienten.
Desde las alturas del poder bajan las descalificaciones contra los partidos de la oposición y sus líderes. Se les acusa, desde supuestas complicidades con la oligarquía y el imperialismo, hasta de traición a la patria. Al sector empresarial, representado por Fedecámaras, se le asigna el rol principal de promover una “guerra económica” que solo existe en la mente de quienes la han inventado. Los trabajadores que protestan porque la hiperinflación ha devastado el poder de compra de sus salarios, son denigrados por crearle problemas a un gobierno “revolucionario” identificado con sus intereses de clase. Los vecinos que en ciudades y pueblos se lanzan a las calles porque falla la electricidad (Lenin decía que socialismo era “soviet más electricidad”) o cualquier otro servicio público, son apostrofados como “guarimberos”. Las ONGs que, interpretando las aspiraciones del común, plantean que se dé solución a las necesidades más apremiantes que agobian a la población más pobre, son difamadas de estar en contubernio con intereses y propósitos oscuros. Una lluvia de invectivas cae sobre las Academias cuando solicitan una rectificación de las políticas económica y social erráticas que se han estado aplicando. Y la Conferencia Episcopal Venezolana es difamada si emite un comunicado en el que sostiene que unas elecciones ilegítimas y sin transparencia, “lejos de aportar una solución a la crisis que vive el país, pueden agravarla y conducirlo a una catástrofe humanitaria sin precedentes”.
La comunidad internacional no escapa a los denuestos de la agresiva arrogancia presidencial. Si la OEA inicia, conforme al artículo 20 de la Carta Democrática Interamericana suscrita por Venezuela, una apreciación de la alteración del orden constitucional y democrático en el país, se le censura por adoptar una conducta “injerencista” en nuestros asuntos internos. Se dispara contra la Unión Europea si sus países niegan visa y congelan bienes que tengan en su territorio funcionarios venezolanos que violan los derechos humanos (son supranacionales) y con sus actividades ponen en peligro sus sistemas financieros. Son vituperados los exjefes de gobierno de América y Europa que piden que Venezuela vuelva a la democracia. Y si el pedido proviene de Estados Unidos, primera potencia del mundo, entonces la palabra de Nicolás Maduro se remonta a niveles de estridencia y arroja al aire encendidas proclamas antiimperialistas.
¿A quién asusta unos “rugidos de ratón”?