Por Cardenal Baltazar Porras Cardozo
Es impresionante ver que la disminución de misioneros europeos en los pirineos franceses no ha mermado el testimonio de quienes han sembrado su fe allí.
Después de varios años sin visitar el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes en los Pirineos franceses, participé en la primera peregrinación de las Obras Misionales Pontificias en el marco del 160 aniversario de la aparición a la joven Bernardita. El entorno de esta verde tierra pirenaica, con mucha agua y clima fresco, le da un encanto especial a este paradisíaco paraje, en el que la Virgen Inmaculada se apareció, como siempre, a los humildes y sencillos de la tierra.
Pero lo que más me ha impresionado en medio de esta peregrinación misionera con presencia de representantes de todos los continentes menos Oceanía, es que la disminución de misioneros europeos no ha mermado el testimonio perenne, cargado de entrega generosa, martirial, de quienes sembraron la fe en infinidad de lugares a donde muchos no se atreverían a ir ni de turistas. La pujanza de las iglesias africanas se nota en la juventud de sus agentes, sacerdotes, religiosas y laicos. La constancia en permanecer en circunstancias más que adversas, se hizo también presente en los misioneros del Oriente medio. La experiencia latinoamericana ha marcado el sentido de la alegría, fuente de esperanza y fuerza dinámica en el servicio al prójimo, en medio de estrecheces de todo tipo.
Las manifestaciones multitudinarias en la diaria Misa Internacional, en el rosario vespertino y en la procesión mariana con las antorchas al caer de la tarde, ponen en evidencia la presencia de cientos de enfermos y discapacitados de todas las edades. Golpea ver niños con fuertes deficiencias físicas y/o mentales, pero mucho más, ver el cariño y la ternura de sus padres, acompañantes. El numeroso voluntariado con centenares de enfermeras, dan un toque fraterno y sereno a tanto sufrimiento. No faltan las lágrimas y congojas por el dolor de la ausencia definitiva de un ser querido, la incomprensión o el rompimiento de relaciones afectivas, la lejanía de quienes han tenido que marcharse a otros lugares en búsqueda de paz, trabajo y bienestar, que no lo encuentran en sus tierras de origen.
Este santuario, como los muchos que hay por doquier, no es solo un oasis para los más creyentes. Hay gente con poca o ninguna fe, que busca ansiosamente una explicación que no tiene respuesta racional. Los santuarios son una escuela, una experiencia viva y palpable del milagro de la misericordia, vivida en paz como bálsamo para seguir adelante. No es, ni mucho menos, una catarsis; más bien es la experiencia de un encuentro con la fraternidad y la trascendencia que se convierte en medicina samaritana en medio del camino de la vida, tan marcado por el individualismo, el olvido o la ignorancia.
Aquí se hace presente, se palpa con las manos, la afirmación del profeta Miqueas, allá por el siglo VII antes de Cristo: “ni sacrificios, ni ofrendas, ni inclinaciones, ni canturreos; lo que el Señor espera de ustedes es que aprendan a amar con fidelidad y con ternura y que caminen humildemente con él” (Miq. 6,8).