Por.- Alberto D. Prieto.
¿Cómo se mide la inmadurez de un país? Por mi condición de periodista y de niño criado por los jesuitas —o viceversa—, tengo cierta querencia a basar este análisis en las percepciones. Antes de decir algo, suelo tratar de prever la reacción de mi interlocutor, sus motivaciones y estado de ánimo, cómo debo enviar el mensaje para que quien me escucha o lee interprete exactamente eso que quiero que entienda. Pero es mucho más interesante el asunto cuando se trata de un mensaje enviado por otro a un tercero, cuando lo puedo observar y analizar los porqués de que alguien haya dicho algo y sus palabras se tergiversen hasta extremos —siempre extremos, que aquí hablamos de periodismo, de política… y de España, claro— que alimentan la discusión eterna.
Como una pitonisa gitana lo hace en los posos del te, la inmadurez de un país uno la puede leer en las respuestas de Twitter a las portadas de los medios, por ejemplo. Y concluye exasperado cada día lo mismo. No sólo estamos muy lejos de ser un país capaz de tomar sus propias decisiones, sino que cada vez nos entregamos con mayor placer al ruido de la brocha gorda pintándonos nuestro cavilar. Esta mañana de domingo, en la que llegan a Valencia tres barcos repletos de 629 migrantes que han huido de países empobrecidos, machacados por las guerras o simplemente sin esperanza para generaciones, he comprobado de nuevo que si hay una llegada masiva de personas a nuestras costas es preferible que gobierne la derecha. Y no porque los vayan a atender mejor, no porque bajo las políticas de esos gabinetes de ministros haya mejores leyes de asilo y refugio, sino porque señalar las consecuencias indeseadas de una decisión no sería calificado de fascismo de primera plana.
Sostener que la acogida del ‘Aquarius’ por parte del presidente Pedro Sánchez guarda componentes de sincero compromiso humanitario mezclados con el provecho político de, nada más llegar a la Moncloa, levantar la mano pidiéndose la medalla mediática europea de la solidaridad es decir la verdad. E incluso lo sería afirmar con poco riesgo de errar en ello que lo mismo habría hecho cualquier presidente de nuevo cuño, hasta uno de derechas. Por la misma razón por la que el fascistilla italiano de Matteo Salvini aprovechó la llegada del buque desde Libia para estrenar su cargo de nuevo hombre fuerte del país transalpino dando de comer a sus votantes ración doble de populismo: “No sólo digo que no caben más negros, sino que mira cómo les cierro las puertas”. Uno, contando con que “esto es un problema europeo e Italia ya no está dispuesta a seguir tragando”; y el otro, dando por hecho que no menos de 600 periodistas se acreditarían este fin de semana para ver cómo su Gobierno corta la cinta inaugural de la nueva “España bonita”.
Ésa ha sido la expresión en la portada de ‘ABC’ del sábado que soliviantó a mucho tuitero. La otra, este domingo, ha sido apuntar que la “avalancha de inmigrantes” de los últimos días se debe a un “efecto llamada”. Apartémonos un segundo de las motivaciones y el estado de ánimo del director de ese medio, e incluso de la que preveía al titular así que tienen estos días sus lectores, y analicemos los hechos. Más allá de la terminología elegida, es cierto que 981 personas rescatadas en 69 pateras a la deriva zarpadas desde las costas marroquíes hacia las muy cercanas playas andaluzas es una barbaridad para un solo día. Cualquiera con unos años en el oficio —leyendo o haciendo periódicos— se podía esperar que después de que Sánchez ofreciera España para que atracara el ‘Aquarius’, nuestro vecino del sur aprovecharía para aliviar un poco su presión migratoria hacia el norte. Al fin y al cabo, el rey Mohamed VI sabe que los subsaharianos que se le acumulan en el monte Gurugú sólo se quedan porque es de agua salada la última frontera que deben cruzar tras patearse toda Africa, y qué mejor momento para que la Gendarmería haga unos días la vista gorda que cuando España vive una ola de solidaridad: la opinión pública aplaude al Gobierno y éste no puede sacar patrulleras al mar, sino barcos de salvamento.
Y también es cierto que las grandes televisiones globales de Oriente Próximo han hecho una potente cobertura de que “España acoge refugiados”, aplaudiendo a la nueva Administración como hace un par de veranos aclamaban la “conciencia humana” de la canciller alemana Angela Merkel cuando ésta abrió sus fronteras a un millón de personas… justo hasta que los titulares periodísticos y las encuestas electorales dijeron basta. Quizás en su caso hasta un poco después, quién sabe si porque el componente de sincero compromiso humanitario era algo mayor que el del ansia por la medalla mediática a la solidaridad europea; o tal vez por error de cálculo, que los alemanes tienen experiencia en hacer las cosas a lo grande, hasta lo malo.
Lo que pasa es que si gobierna la izquierda una parte de los inmaduros españoles nos empeñamos en negar que una decisión —buena o mala, acertada o errónea, justa o imprudente— ha provocado un efecto indeseado además del que se buscaba. E igual ocurre cuando gobierna la derecha y una reforma laboral saca del paro a cuatro millones de personas en sólo siete años. Mejor sería que al frente del Ejecutivo estuviera un socialista en ese caso, porque de ese modo nadie hablaría de la precariedad de los puestos de trabajo creados, de lo bajísimo de los salarios, ningún visualizador de datos —como se llama ahora a los periodistas que construyen gráficos— gastaría sus pupilas en armar infografías interactivas para que cada lector calcule su pérdida de poder adquisitivo… y, sobre todo, no habría un solo medio que titulara sus portadas con reclamos, no noticias, de que el salario mínimo hay que subirlo a los 1.000 euros por decreto para ser “un país decente”.
Porque, oiga, ojalá se pudiera. ¡Y hasta 1.200 € ya que estamos, cómo no! Pero si la economía no puede soportarlo, será más prudente —y atado a la realidad— centrarnos en los hechos, y analizar la raíz del asunto. Porque igual que los 629 del ‘Aquarius’ no son el problema de la inmigración y no merecen que se abuse de su desgracia para mofarse del “Gobierno de la España bonita” ni poner sus caras a toda plana con letras serigrafiadas en las que se lea “efecto llamada”, tampoco se podía llamar “precarizador» ni “austericida” al Ejecutivo que sacaba el país de la quiebra y creaba las condiciones para que, en vez de malvivir de un subsidio, cuatro millones de familias pudieran pasar a sobrevivir con un salario.
¿Hay hoy efecto llamada de inmigrantes? Es indudable. ¿Los sueldos siguen siendo una miseria? Por supuesto. ¿Gobierna hoy la izquierda? Es un hecho. ¿Lo hizo la derecha durante la salida de la crisis? Muy cierto. Pero los votantes del PSOE responden en las redes con bilis si les recuerdas que la decisión “solidaria y ejemplar” de su líder es sólo un parche y que ya está tardando en poner a sus ministros a trabajar en la Unión Europea en que la política migratoria deje de ser privativa de los Estados miembros —por eso el gobernante italiano y el español pueden estrenarse en sus respectivas responsabilidades cada uno con su pequeño o gran populismo— y pase a ser parte de una estrategia común. Es necesario para que la UE siga siendo el faro de los derechos humanos en el mundo mucho más que de palabra y pequeños gestos. Y para la seguridad del bloque, una realidad que hay que afrontar unidos y en la que se basan hoy las relaciones internacionales.
¿Las nóminas en España dan para llegar a fin de mes? A más del 60% de los trabajadores no. Pero los lectores de derechas insultaban —hasta hace tres semanas que cambiamos el Gobierno— a “los rojos” que llamaban la atención sobre los desahucios de quienes no podían pagar su hipoteca ahogados en sueldos recortados y asaltados por la subida de impuestos nada más llegar al poder del ministro conservador, el mismo que había prometido bajarlos para que lo votaran.
La solución, en verdad, no es que gobierne la derecha cuando vengan inmigrantes a velocidad de crucero ni que lo haga la izquierda cuando se cree empleo a ritmo de récord. Lo que siempre nos falta aquí es aprender a leer la realidad desde el punto de vista del interlocutor. San Ignacio, militar y religioso fundador de los jesuitas, era español, nació en Loyola, y dijo una vez que “en tiempos de tribulación, no hacer mudanzas”. Quería decir, más o menos, que reflexionemos antes de reaccionar, que dejemos el Twitter para hablar de fútbol y compartir buenos artículos que nos enseñen cosas, que nos demos tiempo para pensar antes de teclearnos burradas sumándonos al coro deslenguado de los nuestros. Pero insisto, Ignacio era español, y nadie es profeta en su tierra.
Alberto D. Prieto es Corresponsal Internacional de OKDIARIO