Por Alfredo Michelena
En Latinoamérica, el cambio de las élites llegó para bien o para mal provocando cierta incertidumbre, pues en muchos países no ha logrado consolidarse.
El triunfo de López Obrador no es más que otra prueba de que las tradicionales élites latinoamericanas han fracasado en sacar a nuestros países de las crisis endémicas que hemos padecido en el último medio siglo.
El agotamiento de los modelos económicos, sociales y políticos no parece ser suficiente para entender este fracaso y diseñar estrategias para salir de ese hueco negro que nos succiona e inmoviliza.
El bipartidismo, que en muchos países tomó la disyuntiva entre, por ejemplo Democracia Cristiana y Social Democracia o liberales y conservadores, tuvo sus éxitos. El más importante fue traernos a la modernidad del siglo XX.
Pero cuando nos aproximamos al siglo XXI la mayoría de los países entraron en crisis política. Los partidos que tradicionalmente detentaban el poder fueron abatidos y aparecieron nuevos. Abanderados con la antipolítica, nos acercamos al siglo XXI y comienza una renovación de las élites y de sus partidos. Nuevos partidos, con nuevas denominaciones, dirigidos por gente joven, poco conocida, no solo han optado por el poder sino que lo han alcanzado. «Outsiders» venidos del mundo empresarial, deportivo, religioso, del entretenimiento, trabajador e incluso militar comienzan a aparecer y no solo retan al poder sino que lo conquistan.
Los tradicionales partidos democratacristianos y socialdemócratas en la región, virtualmente han desaparecido o perdido importancia mientras nuevos partidos o agrupaciones sin una afiliación ideológica específica surgen y llegan al poder. En Perú, desde que llegó Fujimori en 1990, todos los presidentes han pertenecido a partidos distintos y solo uno tradicional ha ganado una elección. En Colombia los tradicionales partidos Liberal y Conservador se han minimizado y nuevos partidos han surgido. Desde 1998 los viejos partidos no han ganado la presidencia.
En muchos países de la región, como en México, signos de que las élites necesitaban cambiar o serían cambiadas fueron evidentes; pero ellas pareciera que no se enteraron o que se habían anquilosado tanto que prefirieron desaparecer a entregar el poder. En muchos casos perdieron la oportunidad de rectificar. Frente al fracaso de las élites aparecen nuevos retadores y los ciudadanos se lanzan a apoyar esas alternativas novedosas, buscando en lo nuevo lo que lo viejo no les resuelve. Los venezolanos recordamos aquello de que “no hay nada peor que los adecos y los copeyanos” y nos lanzamos al vacío con un militar golpista, no sin antes darle la oportunidad al “establecimiento” de rectificar.
En México se le dio la oportunidad al PAN, luego de 71 años del PRI en el poder; pero al fracasar luego de 12 años se le vuelve a dar otra oportunidad al PRI y la pierde. Ahora el hartazgo de los mexicanos lleva a AMLO al poder. No tanto por lo que promete sino por lo que prometieron y no cumplieron las viejas élites. Así pasó en Venezuela y así acaba de pasar en México, donde la izquierda ha llegado al poder. Pero esto no es un fenómeno de la izquierda, porque también desde el otro lado del continuum político está pasando, como ejemplo: Costa Rica, Guatemala, Honduras, Perú y Colombia. El cambio de las élites ha llegado para bien o para mal a la región produciendo una cierta incertidumbre, pues en muchos países no han logrado consolidarse.