Por.- Alberto D. Prieto
“Brexit means brexit”, dijo Theresa May nada más llegar al 10 de Downing Street tras la dimisión de David Cameron, derrotado en junio de 2016 en el referéndum que se había comprometido a convocar para poder ganar las elecciones legislativas de un año antes. Es lo que pasa cuando juegas con las cosas de comer… Pero May, tras apostar por una salida dura de su país de la Unión Europea y después de tardar casi un año más en invocar el artículo 50 de los Tratados que activaba la retirada de Reino Unido del club, ha ido demostrando que esa posición no era más que una táctica negociadora, una treta que buscaba generar división en los otros 27 Estados miembros.
La idea del Gobierno británico era hacerse fuerte a base de azuzar los previsibles conflictos con los derechos de los ciudadanos europeos en suelo británico —y viceversa—, con los enormes problemas que al comercio irlandés va a provocar la triple frontera que emergerá entre ellos y el resto de sus socios —dos saltos marítimos, un país de paso fuera de la libre circulación de mercancías y, consecuentemente, una mayor tardanza en la llegada de los productos a su punto de venta en el continente—, con el cambio de sede de muchas agencias de la UE, con el endeble acuerdo de paz del Ulster, o incluso con la huida de muchos bancos de la City… y, así, lograr que el negociador francés designado por la Unión, Michel Barnier, se asustara y prefiriera el apaciguamiento a la firmeza en los valores.
Pero no lo ha conseguido. Y ahora que se ha descubierto que iba de farol tras aprobar una ‘hoja de ruta’ —la enésima pero quizá la definitiva— en la que propone un ‘Brexit blando’, se ha topado con la dimisión de David Davis, su ministro para la negociación con la UE, y de Boris Johnson, su titular de Exteriores. Ni uno ni otro quieren componendas pero, sobre todo, ambos se niegan a seguir en un Gobierno que hace algo distinto de lo que prometió.
También habrá que aplaudir la clarividencia y la precisión de las líneas rojas marcadas al Ejecutivo británico por una inmensa mayoría del Parlamento Europeo el 5 de abril de 2017 [léalo aquí], pocos días después de que May firmara la carta del divorcio. Es una de las ventajas de que esa Cámara supranacional esté todavía un poco alejada de los ciudadanos: que aún hace política de la de verdad, de ésa que trata de mostrarle a los votantes las cosas buenas que se pueden alcanzar con la negociación y el acuerdo, en lugar de invertir la carga de la prueba como hacen los diputados nacionales en cada una de sus circunscripciones nacionales. Estamos hartos de ver políticos que se limitan a señalar con el dedo al rival explicando sus maldades, incompetencias o corrupciones, y a hacernos ver por qué al que piensa diferente no hay que aceptarle ni una sola de sus propuestas.
A veces uno tiene miedo de que los ciudadanos europeos se den cuenta del poder que tienen cada cinco años al votar a sus representantes. Cuando todos sepamos la cantidad de decisiones que se toman en nuestro nombre en la Eurocámara, y la trascendencia real de ellas en nuestro día a día; cuando caigamos en la cuenta de que es ahí donde nos jugamos nuestra posición sobre los derechos humanos, la legislación que nos hace más libres, competitivos e innovadores, donde se inventaron las becas Erasmus y el fin del roaming, donde se redactan los presupuestos que asignan más o menos recursos a la protección de nuestro tejido regional y agrícola… ese día, los partidos enfocarán en Bruselas toda su maquinaria propagandística y convertirán los debates del Parlamento Europeo en lo que hoy son los del Congreso de los Diputados: un juego de marketing político para ‘cazar’ 15 segundos en la tele, un titular en la radio y, sobre todo, un número viral de retuits.
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Estoy pasando unos días en Irlanda de vacaciones con mis hijas. Es un país habitado por seres de una amabilidad inmensa. Son amigables, quejicas y bromistas. Todo en este país es susceptible de ser tomado a broma, y así es como todo es ponderado en su justa medida. En una semana, he probado ya innumerables tipos de cerveza artesanal aconsejado en los pubs por los lugareños y no he oído a uno sólo tocar el claxon del coche, incluso cuando he cruzado mal la calle —eso de mirar primero a la derecha precisa de una estancia más larga—. Siempre que he preguntado por una dirección en las calles de Galway, se ha iniciado una simpática conversación a propósito de mi lugar de procedencia, de lo inusual de tantos días de sol seguidos y de que mis hijas y yo tenemos suerte de estar aprendiendo inglés en esta isla y no en la Gran Bretaña porque de 800 años de invasión, la lengua fue lo único bueno que les dejaron los ingleses.
Entretanto, el móvil y el ordenador me mantienen en contacto con España, en la que se van substanciando las reformas que traía Pedro Sánchez en el pliego de condiciones que le llevaron a la Moncloa con los votos de quienes le mantienen allí… Este sábado, repasando OKDIARIO tras recorrer con mis niñas toda la región de Connemara, pude leer que los proetarras han multiplicado los homenajes a los terroristas que salen de la cárcel; que Sánchez ha trazado un plan para que las autonomías separatistas y las socialistas tengan mejor financiación que las demás; que el Orgullo Gay fue una fiesta coja, porque los organizadores decidieron que los homosexuales no pueden ser de derechas y vetaron al PP en una marcha que encabezaba el ministro del Interior; y que Quim Torra, el independentista xenófobo que preside Cataluña, preparaba su reunión con el jefe del Ejecutivo español de este lunes advirtiendo de que seguirá prometiendo a sus votantes el imposible de la secesión.
La verdad es que me dio un bajonazo después de haber pasado un fantástico día de turismo. Un simpático chófer nos había llevado de visita por la región explicándonos, entre otras muchas cosas, cómo es la convivencia entre la lengua inglesa y la irlandesa: “Si quieres trabajar en alguna de las zonas de habla autóctona, más te vale aprenderla… imagina a un policía investigando un crimen y preguntando en inglés, ¡nadie lo tomaría en serio!”. Como español, el planteamiento me sorprendió. Porque no hablaba de que fuera obligatorio saber irlandés para aspirar a un trabajo. En Cataluña desde hace tiempo y últimamente en la Comunidad Valenciana y las Islas Baleares las oposiciones para ser funcionario público valoran más el nivel de dominio del catalán, valenciano o mallorquín que la experiencia previa o la cualificación académica que le acredite a uno como profesional. Así, por ejemplo en la isla de Ibiza se han quedado sin especialistas en neuropediatría [léalo aquí] porque ninguno daba el nivel lingüístico.
También me dejó impresionado el chófer con otro comentario sobre la “defensa de la cultura originaria de Irlanda” a través del idioma. “Si lo buscáis en google, os dirá que en el sur del país hablan irlandés más de dos millones de personas, pero no es cierto”, comentaba mientras nos llevaba desde el Castillo de Colymore hacia el Fiordo de Kyllary. “Quien ha dado esas cifras incluye a los niños que lo aprenden en el colegio, pero en realidad sólo es la lengua madre de 1,2 millones…” Me quedé alucinado. ¿Entonces, aquí los lugareños no comulgan con quien infla las cifras a conveniencia? ¿Esta gente que a los cinco minutos de conocerte te habla de los ocho siglos de ocupación inglesa no se traga las paparruchas que los políticos fabrican para tejer mejores eslóganes?
Así, entre sorbo y sorbo de una tostada de doble malta he concluido que la democracia que podemos aprender los europeos unos de otros empieza por copiar la capacidad de autocrítica de los irlandeses, su facilidad para valorar los problemas pero no tomarse demasiado en serio a sí mismos; sigue por que nuestros políticos conozcan la firmeza de principios de los ingleses para abandonar sus responsabilidades cuando no pueden cumplir con aquello que los llevó al poder; y culmina en que los ciudadanos aprendamos a votar a quien no promete lo irrealizable ni abusa de sus 15 segundos de telediario en deslegitimar al adversario.
Yo, por el momento, propongo hacer una ley que aproveche el cierre de fronteras del Brexit para desviar a España las cervezas irlandesas que los ingleses se van a perder. Por algo se empieza…
Alberto D. Prieto es Corresponsal Internacional de OKDIARIO