Por Rafael Simón Jiménez
***Hay que redoblar esfuerzos para activar la movilización cívica y la protesta social y pacífica, porque tenemos a un gobierno débil, repudiado nacional e internacionalmente.
El ejercicio de la violencia en cualquiera de sus motivaciones o modalidades no solo es un ejercicio primitivo, brutal e incivil, contrario a la esencia de la política y la democracia, sino inútil y estéril en términos de producir resultados o cambios positivos para la sociedad. Ejercitada desde el poder, o asumida como método o forma de lucha, sus efectos jamás podrán ser fructíferos o beneficiosos para construir o reconstruir formas de progreso o convivencia ciudadana.
En el caso venezolano, desde la llegada de Hugo Chávez al poder, se instauró un modelo de comportamiento y de discurso político cismático y rupturista, que pretendía la división, la confrontación y la lucha fratricida entre venezolanos, buscando deliberadamente establecer arbitrarias y aberrantes divisiones entre patriotas y apátridas, entre ricos y pobres, blancos y negros, revolucionarios y escuálidos. La decadencia y colapso del viejo sistema político; el malestar acumulado; las fracturas sociales presentes, y la desafección y repudio hacia liderazgos y partidos tradicionales abonó el terreno para que esa verbalización de la exclusión y la violencia rindieran réditos electorales a sus promotores.
La división y el enfrentamiento entre los venezolanos, dentro de un esquema polarizador, fue fructífero mientras el ensayo de hegemonía política chavista contó con los abundantes y malversados recursos de la bonanza petrolera. Las dádivas, la asistencia clientelar, la distribución de beneficios entre los sectores más desfavorecidos permitían alimentar favorablemente el cisma y los antagonismos, facilitándole a Hugo Chávez prevalecer sobre sus adversarios. La acción desmesuradamente depredadora que saqueó las arcas públicas, la gigantesca incapacidad y finalmente la caída de los precios petroleros y la quiebra de PDVSA decretaron el fin de las barreras artificialmente levantadas para compactar a la inmensa mayoría de los venezolanos en un solo bloque: el de los que pugnan por comer y sobrevivir en la Venezuela de tierra arrasada dejada por Chávez y Maduro.
Hoy, con el país sumergido en una auténtica tragedia económica y social, más del 80 % de los venezolanos claman por un cambio urgente en la dirección del país. El gobierno menguado severamente en su base de apoyo popular y cuestionado en sus ejecutorias por propios y extraños, lucha cotidianamente por sobrevivir apuntalado en su único activo tangible: el uso de la fuerza y la violencia, ejercida esta legítimamente a través de la cúpula militar y de los mecanismos policiales represivos, e irregularmente a partir de los grupos paramilitares armados que cada vez con menor entusiasmo le sirven de fuerza de choque.
Con un gobierno desacreditado, con cada vez mayores erosiones y defecciones en sus bases de sustentación, la peor estrategia de las fuerzas alternativas que pretenden sustituirlo es plantear la confrontación en el terreno de la fuerza y la violencia donde el régimen concentra sus únicas ventajas. Por eso renunciar a la movilización cívica, a la protesta social y pacífica, a la lucha democrática y electoral, a la vinculación popular y la organización de la gente, para decirlo con una famosa frase pronunciada en otro tiempo y contexto, “más que un crimen es una estupidez”.