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Alberto D. Prieto: Las instituciones son el límite

Ha muerto el senador John McCain, guardián de las esencias republicanas en EE. UU., lo que lo convirtió últimamente en disidente. Con Donald Trump, cualquiera que se atreva a pensar distinto a él es señalado como tal. Aunque en realidad, ya lo había empezado a ser cuando, en plena campaña por la presidencia en 2008 tuvo la gallardía de defender públicamente a su rival y a la postre ganador, Barack Obama, de toda suerte de acusaciones baratas. Quizá porque él sí había tenido tiempo de conocer el valor y las muchas aristas de la verdad cuando se sintió cinco años abandonado por su Gobierno mientras lo torturaban en Hanoi, no estaba dispuesto a ganar el sillón del despacho oval a cambio de demonizar al otro contendiente.

Escribo este párrafo introductor porque llevo toda la semana sabiendo de qué tenía que hablar este domingo, pero no hallaba cómo. Si de algo me acuso cuando me leo es de pecar a veces de demasiado conciliador, así que sé que no voy a pasar por un extremista si por una vez marco una línea roja que me resulta peligroso cruzar. Puede que sí por un alarmista, a eso me arriesgo.

Llevo toda la semana leyendo aquí y allá, consultando firmas de todos los colores, de un extremo al otro, para empaparme de otros argumentos a ver si puedo matizar los míos. Es el único modo que he aprendido para conjurar mis posibles visceralidades. ¿Y si resulto exagerado? ¿Y si levanto la voz más de lo que en realidad corresponde?

Digo que sé de qué escribir y ya llevo más de 1.000 palabras dando vueltas sin hacerlo: tengo miedo a que hayamos dado el primer paso. De hecho, creo que lo hemos dado y, en realidad, lo que temo es que a éste sigan otros sin darnos cuenta. Y por eso sé de qué tengo que hablarles, aunque yo mismo tenga dudas de si no me estaré volviendo un paranoico.

Esta semana hemos empezado a desmantelar el Estado de Derecho en España. Sólo hemos levantado la primera esquina de la cinta adhesiva que sujeta el papel que lo envuelve, pero para mí es evidente que es trampa cambiar las reglas a mitad de partida porque con ellas uno no pueda conseguir el resultado que quiere. El pasado miércoles, en pleno agosto y de madrugada, el secretario de Organización de Podemos, Pablo Echenique, mandó un comunicado a la prensa anunciando un pacto con el Gobierno para modificar la Ley de Estabilidad Presupuestaria. Por ahí escondidillo y como de pasada se explicaba que, si sacan adelante la reforma, el Senado ya no podrá vetar la ley de techo de gasto —antesala de que las Cortes Generales, que es como aquí llamamos al conjunto de las dos cámaras, el Congreso y el Senado, aprueben los Presupuestos de 2019—.

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La razón: el Partido Popular tiene mayoría absoluta en el Senado de España.

No voy a entrar en si las cuentas del Ejecutivo del PSOE prometen ser buenas o malas: son ellos los que gobiernan y están en su derecho de querer subir impuestos y aumentar el gasto social en partidas que fueron recortadas en años anteriores. En casi todas las leyes, cualquier veto o enmienda de la Cámara Alta puede soslayarse en segunda lectura del Congreso, pero si el Senado tiene un poder reforzado en esta ley es porque lo que se vota es el techo de gasto de todas las administraciones: la central, las autonómicas y las municipales. Así que esa capacidad de veto lo que hace es aumentar las garantías —lo que en EEUU llaman “checks and balances”, eso que McCain tanto defendió— como cámara de representación territorial que es.

De modo que lo que se ha hecho es debilitar las instituciones arrebatando atribuciones legislativas a una de las dos cámaras donde reside la soberanía nacional por una simple conveniencia puntual de quien se sienta en la Moncloa. Y eso me asusta.

Yo prefiero el bloqueo y que no salgan adelante mis ideas —por muy urgentes que considere mis iniciativas— si a cambio de ello toco, aunque sea de refilón, los cimientos de las instituciones. Por eso no quiero extremistas con poder.

Me asusta pensar que Pedro Sánchez esté pagando a Podemos con cheques de mi democracia las cuotas de su hipoteca para ser presidente… Pero es que el jueves supimos de otra decisión de su Ejecutivo con apariencia de intereses abusivos de un prestamista, en este caso los independentistas catalanes: Sánchez decidió no defender el magistrado Pablo Llarena ante la demanda que le ha puesto el fugado Carles Puigdemont en Bélgica. Sostiene el ex president que el juez “ha demostrado su ausencia de imparcialidad” en unas declaraciones públicas realizadas en Oviedo.

Aunque ahora parece rectificar, argumentaba el Gobierno que sí defendería «la inviolabilidad de la jurisdicción española y su soberanía, pero no a Llarena en persona, al que se acusa por manifestaciones privadas”. Más allá de que lo dicho por el magistrado fuera una respuesta de manual de cualquier juez de un Estado de derecho a unos periodistas —“en España no hay presos políticos, muchas gracias”—, está esa torciera explicación de por qué no se le iba a defender. Porque todo español tiene derecho a plantear la recusación de un juez si cree que no es justo: el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, contemplado en el artículo 24 de nuestra Constitución, está desarrollado en el artículo 57 y siguientes de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. .

Es decir, que lo de las “manifestaciones privadas” también atañe a la “inviolabilidad de la jurisdicción española y su soberanía”, porque el asunto se puede (y se debe) solventar aquí.

Daba miedo pensar que el Gobierno estuviera en connivencia con los golpistas para quitarse de encima a Llarena abandonándolo a sus suerte en Bélgica. Me asusta sólo pensarlo, pero me acojona más no levantar la voz y advertir de lo que me parece que está pasando. Porque el único riesgo es parecer un alarmista y, en caso de no serlo, estaré defendiendo la base de todo: el Estado de Derecho, la división de poderes, los “checks and balances”. Como hizo el conciliador McCain al fijar entre sus últimas voluntades una línea roja: que el “extremista” Trump no vaya a su funeral.

Alberto D. Prieto es Corresponsal Internacional de OKDIARIO