Por Cardenal Baltazar Porras Cardozo
***Cada uno de nosotros debe examinar y discernir la tragedia que viven quienes emigran, porque es inhumano y criminal permanecer ajeno al problema.
El éxodo de venezolanos hacia el exterior se ha convertido en el mayor de toda la historia de América Latina en un país en el que la emigración era un fenómeno reducido a pocas personas. Ni siquiera los hijos o descendientes de inmigrantes o descendientes de inmigrantes volvían de forma permanente a la tierra de sus mayores. Las causas las sabemos. Venezuela es víctima de un régimen que actúa en función de una ideología inhumana y no en el proporcionar a todos los ciudadanos sin distinción, la libertad, el orden y el progreso al que tienen derecho.
La experiencia interna de los venezolanos fue ser receptores cordiales de los millones de inmigrantes, sobre todo europeos y más tarde latinoamericanos que llegaron e hicieron tienda entre nosotros. Más allá de los posibles y reales rechazos o explotación de quienes vinieron a buscar fortuna entre nosotros, los que se dedicaron con tesón y coraje a un trabajo creador, se hicieron parte nuestra y enriquecieron nuestra idiosincrasia y cultura.
Hoy la realidad es otra. Los venezolanos que emigran no encuentran en las embajadas y consulados una instancia que los acoja y ayude. Al contrario, son muchas las denuncias negativas para lo más elemental, como por ejemplo, la obtención o renovación de documentos. Hoy, también, a pesar de la acogida y apertura de no pocos gobiernos y de la actitud samaritana de instancias eclesiales como Caritas y la iniciativa del Papa de “puentes de solidaridad”, asistimos también a un rechazo de los venezolanos en diversos lugares, calificado como xenofobia.
Lo que Adela Cortina califica con un neologismo como “aporofobia”, nos lleva a las raíces del rechazo al extranjero. No es por ser tal, sino por ser “pobre”. El turismo, por ejemplo, no rechaza a nadie por el color, la raza o la religión, porque el turista mueve la economía. Pero el extranjero que busca otro horizonte sin llevar nada más que su cuerpo, es rechazado venga de donde venga porque es pobre, sin recursos, y se convierte en un problema para la sociedad receptora. Sobran los ejemplos: los africanos y asiáticos que llegan en pateras o en barcas inseguras en aguas del Mediterráneo. Los latinoamericanos que emigran hacia el norte… y ahora, los venezolanos que por millares cruzan a diario las fronteras buscando un mundo mejor, desnudos de recursos y huérfanos de afectos.
Cada uno de nosotros debe ver, examinar y discernir esta realidad. Es inhumano y criminal que quienes lo promueven permanezcan impávidos y ajenos al problema. Como creyentes, el testimonio, ejemplo y magisterio del Papa Francisco, nos señala una senda. Son muchas las experiencias que tienen como protagonistas a la Iglesia católica, a otras iglesias hermanas y a no pocas personas e instituciones que brindan acogida a tantos hermanos nuestros. Con serenidad, coraje y creatividad, debemos recorrer nuevos senderos para que la primera prioridad de todos sea la calidad de vida de todos sin distinción.