Por Cardenal Baltazar Porras Cardozo
***Debemos emprender estudios históricos sistemáticos y coordinados sobre el camino del pueblo de Dios en cada uno de nuestros países.
La iglesia católica latinoamericana emergió con rostro propio y mestizo, como una irrupción desbordante en y después del Concilio Vaticano II (1962-65), aunque durante su celebración la participación de los obispos del continente fue modesta. Pero allí se sembró y tomó cuerpo la apertura a los nuevos tiempos, la fidelidad a la fe, y el doloroso compartir la pobreza y marginalidad de nuestros pueblos.
Medellín, en lenguaje religioso, es un vocablo que trae a la memoria la segunda conferencia general del episcopado Latinoamericano (1968) que tuvo como finalidad primera aplicar y hacer propias las conclusiones del Vaticano II a la realidad de nuestro subcontinente. Hombres de carne y hueso, obispos desde el Río Grande hasta la Patagonia se sintieron interpelados por las decisiones conciliares, por el espíritu de apertura a la emergencia de una nueva realidad, a las nuevas culturas que surgían con creatividad y coraje para roturar nuevos caminos a la evangelización.
Un grupo de estos obispos se comprometieron en el llamado “pacto de las catacumbas”, en Roma, a trabajar para asumir el Concilio. Un largo y fecundo proceso liderado por el Papa Pablo VI abrió la ventana para que algo más de 200 obispos se reunieran a mediados del 68 en la bella ciudad de Medellín. Las conclusiones quedaron plasmadas en 16 documentos que trascendieron pronto nuestras fronteras. A medio siglo de distancia, por iniciativa del CELAM con la colaboración de un buen número de investigadores e historiadores, bajo la coordinación de la Universidad Internacional de Florida, USA, se dieron a la tarea de darle rostro humano a aquel acontecimiento en un interesante libro. La obra traza los retratos de 21 obispos, protagonistas y participantes del encuentro de Medellín. Hay nombres muy conocidos y otros no tanto, pero todos ellos fueron piedras angulares del catolicismo latinoamericano a mediados del siglo pasado.
El libro se abre con una primera sección que narra la vida de cinco obispos que tuvieron un rol importante en el CELAM y Medellín: Manuel Larraín, de Chile; Helder Camara, de Brasil; Eduardo Pironio, de Argentina; Juan Landázuri, de Perú y Tulio Botero, de Colombia. En la segunda sección se destacan tres obispos relacionados con los pobres: Sergio Méndez Arceo, de México; Marco McGrath, de Panamá y Carlos Partelli de Uruguay; y tres más ligados con el mundo rural: Alberto Devoto, de Argentina; Fernando Gomes, de Brasil y José Dammert, de Perú.
La entrega en favor de la justicia y la defensa de los derechos humanos tienen rostro en Raúl Silva Henríquez, de Chile; Aloisio Lorscheider, de Brasil; Enrique Angelelli, de Argentina y Marcelo Mendiharat, de Uruguay. Por último, los que cumplieron su misión con los indígenas o en el mundo afro: Samuel Ruiz, de México; Leonidas Proaño, de Ecuador; Ramón Bogarín, de Paraguay; Gerardo Valencia, de Colombia y José María Pires, de Brasil. Cierra el libro Patricio Flores, arzobispo de San Antonio Texas, primer obispo de origen hispano en el norte y que trabajó mucho por los emigrantes latinos.
Si bien el libro contempla un número importante de obispos a lo largo del continente, no es un trabajo acabado. Necesitamos emprender estudios históricos sistemáticos y coordinados sobre el camino del pueblo de Dios en cada uno de nuestros países. Nos queda escudriñar los protagonistas y participantes en Medellín de los pastores venezolanos que allí intervinieron y las respuestas y ecos que tuvo entre nosotros. Es tarea que nos corresponde. Vale la pena leer esta obra para renovar la fe alegre y gozosa, transida de esfuerzos, sacrificios y angustias de nuestro pueblo.