Por.- Alberto D. Prieto
Siempre he admirado a los que saben lo que tienen que hacer, los que lo tienen claro. La experiencia me ha enseñado que hubo un día en que cogí las riendas de mi vida. Me corrijo: hubo un día en que supe que las había cogido, que ya había alcanzado ese punto en el que me hacía responsable de las consecuencias de mis actos, fueran éstas buenas o malas. Esa sensación es insuperable, y viene acompañada de una suerte de incomprensión ante el espectáculo diario de tratar con irresponsables. En su sentido más etimológico. Gente, amigos, familiares que parecen caminar por la vida con orejeras, mirando sin ver, porque no ven lo que miran.
En todo caso, por mucho que uno se conozca a sí mismo, cuando llegan esas decisiones que están claras, no vienen acompañadas por banda sonora y cámara lenta como en las películas. No hay una vocecita que te indique, razonadamente, qué es lo adecuado. Te ves desde fuera contestando una pregunta trascendente, escribiendo en el móvil palabras arriesgadas que un día —a saber cuál— deben dar fruto, o confesando un deseo no correspondido pero cuyo fracaso es el cimiento firme de algo mucho más grande que el amor, la amistad. Y sabes que estás haciendo lo correcto porque, aciertes o yerres, estás siendo honesto.
Yo me pregunto cuál fue el último dirigente político español que tuvo un momento revelador así. Esos éxtasis teresianos en los que uno se siente satisfecho de sí mismo, orgulloso de asomarse al precipicio y saltar porque es lo que hay que hacer, contradicen muchas veces lo que piden las encuestas o se enfrentan a previsibles titulares de letra gruesa. Hacer lo correcto, no lo que conviene, ¿de qué sirve, si uno se juega su prestigio, su carrera, su futuro? Los que aceptamos con orgullo nuestras caídas lo llamamos tranquilidad de conciencia. Que no es una cosa de la que presumir, es una cosa para echarse a dormir. Atento al despertar que llegue —que llegará— en el que la vida te dirá que, más allá de que no sepas adónde te diriges, el camino es el correcto.
Hay una película, ‘The Journey’ (Nick Hamm, 2016), que gasta sus 94 minutos en desabrochar plano a plano un par de vidas en un momento como éste: los dos peores enemigos de un conflicto enquistado entre lo religioso y lo identitario, el reverendo Ian Paisley, líder unionista del Ulster, y Martin McGinness, dirigente terrorista del IRA, comparten unas horas en una furgoneta camino del aeropuerto de Edimburgo, en medio de las casi imposibles negociaciones de paz de 2006. Uno y otro se odian, se insultan y llegan a desear matarse entre los avatares del viaje. Es más, en una escena culminante, Paisley se pregunta en alto si Dios lo ha mantenido vivo entre balas y bombas hasta los 81 años para que su martirio sea estrechar la mano que le ofrece ese asesino, o si en realidad ese puerto frío, en la humedad de la noche escocesa en la que han parado para que estire sus piernas de viejo, es el desierto de Judea, él es Jesucristo y McGinness el Diablo tentándolo.
Subidos de nuevo al transporte, un minuto después, ambos protagonistas se miran a los ojos, se comprenden en lo más profundo de sus recíprocos odios y entienden que lo que toca es la paz, sellar el acuerdo, y reírse juntos. No hay música de fondo, ni palabras que lo expliquen, el guión de Colin Bateman sólo dice, en silencio, que “aquí es donde se cimenta una nueva generación de niños norirlandeses sin pedradas o tiros ni líderes incendiarios”.
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Claro, es fácil hacer esta película que recrea unos hechos trascendentales pasada una década. No es que sepamos el final, porque el lío norirlandés sigue abierto. Pero hoy tenemos miedo de que se reaviven los rescoldos alrededor de la frontera que recupere el Brexit porque estos dos tipos arriesgaron a hacer lo correcto. Fueron héroes para muchos y traidores para otros tantos, pero si luego los llamaron “el equipo risitas” es porque ambos dos estaban tan orgullosos de sus actos que en cada foto juntos —como primer ministro el anciano anglicano y como su segundo el “presunto asesino” republicano— la banda sonora la ponían sus felices carcajadas.
Llevo meses escribiendo aquí de presidentes tramposos y vagos, de principios traicionados y esperanzas acabadas, de partidos que se corrompen y otros que nacieron corrompidos. Hoy tocaba algo bueno.
Esta semana he despedido mi etapa en OKDIARIO con una entrevista a Beatriz Becerra, vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo. La excusa para la cita era la presentación de su libro ‘Eres liberal y no lo sabes’ (Deusto), pero el motivo real era darle voz a una de esas personas que uno se imagina durmiendo a pierna suelta cada noche.
Becerra no es una líder política, sino una política que lidera causas —los venezolanos lo saben bien—. Terminado el trabajo, tenía dos posibles títulos: un chascarrillo llamativo de la protagonista o una frase suya que me aseguraba muchos menos lectores pero era más fiel a su espíritu. Sabía lo que tocaba hacer pero pedí asistencia al jefe de Opinión. Manu Bravo es buen amigo y, pasados los años, uno ya sólo se rodea de quien —en la redacción o entre las cervezas de un bar— te mira en silencio y no te deja caer en la tentación.
Cuando eso pasa, puedes llegar hasta a sentir envidia de ti mismo. Sabes qué hacer. Te echas unas risas, haces lo correcto y, satisfecho, emprendes tu nuevo camino. Con las riendas en la mano.
Alberto D. Prieto es Jefe de Sección de EL ESPAÑOL