Es el hombre del momento, y lo sabe. Igualito que Pablo Iglesias hace ahora cuatro años, pero en el extremo opuesto, Santiago Abascal (Bilbao, 1976) cabalga sobre la popularidad consciente de que su nombre o el de Vox -el partido que preside- asegura audiencias tras haber irrumpido con fuerza en el panorama político. Podemos lo hizo en el meollo de la crisis, y éstos cuando supuestamente España ya la está remontando. Pero, ¿hablamos de la económica o de la otra, la identitaria? Abascal responde tirando de manual.
Vox juega al personalismo pero, a diferencia de la papeleta de Podemos en las europeas de 2014 en la que, coleta al viento, el logo del partido era la efigie ceñuda de Iglesias, el partido de Abascal tiene una imagen propia.
Y una historia detrás, de la que presumen orgullosos. No sólo porque en menos de dos semanas la formación cumple cinco años, sino porque el líder omnipresente militó activamente a pecho descubierto en el PP vasco de los años del plomo. Su padre, del mismo nombre, sufrió atentados terroristas en Amurrio (Álava) y él mismo decidió sacarse licencia de armas para poder defenderse si un dia, a la vuelta de la esquina, no era ‘sólo’ un borroka armado con palos de Jarrai el que lo esperaba, sino su hermano mayor de ETA desenfundando una nueve milímetros.
Dice que no es «el PP auténtico», que Vox tiene su propia personalidad, pero lo cierto es que este partido es hijo de la decepción con Mariano Rajoy -Abascal lo eleva algún grado y lo llama «traición»-. Aún con el carnet de ‘popular’ en su cartera, Abascal impulsó en 2006 la Fundación Denaes (Defensa de la Nación Española), pero no sabemos si dejó de estar en el PP porque él se fue moviendo a la derecha o porque sintió que el partido le abandonaba.
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He querido hablar con Santi para que me explique quién es Abascal, pero me he topado con una mezcla de ambos. Yo abrigo la esperanza de que los mensajes que emite el presidente de Vox sean lo más radical en su abanico de ideas, y que Santi no pueda ir más allá -que ya es-; pero temo que Abascal sea el más moderado de Vox y algún día ese programa se desborde aún más el extremo -y muchos se arrepientan-.
Ahora que le hago fotos y tomo notas en sus ruedas de prensa en lugar de intercambiar mensajes de vez en cuando, creo que él tampoco ha sabido separar -hoy ante mis WhatsApp- si hablaba con el reportero o con el tipo al que conoció hace ya 12 o 13 años. Aquel día, en un despacho de la vieja redacción de El Mundo, nos presentó el gran Fernando Lázaro. Un auténtico periodista, de ésos que es antes buena persona que mejor profesional, pero ésa es otra historia…
Le he dicho «oye, quiero contar quién eres, estoy haciendo un perfil tuyo para Zeta, así que déjame que te haga unas preguntas que me ayudarán». Y las preguntas las he hecho, pero él casi no me ha contestado. Como hace últimamente con todos los que tratan de obligarle a definirse.
He empezado por la etiqueta que hoy se le cuelga en cada titular. ¿Es Vox ultraderecha? Su respuesta ha sido la del mayor desprecio, ése que es no hacer aprecio: es decir, que le da igual lo que le llamen «los comunistas, los progres y los acomplejados». Y se ha subido al personaje de la tele continuando el discurso con que su partido ha venido «a señalar a los culpables de la situación», no a justificarse «ni a pedir perdón».
El detalle del tiempo verbal que ha usado -pretérito perfecto, que denota pasado reciente- me dice que aunque Vox tiene casi cinco años, él mismo intuye que la etapa en la que está es nueva. Tendré que preguntarle otro día por eso… qué ha cambiado en este último año.
Y he seguido pinchando: Vale, pero ¿ultraderecha del corte tradicional de los Le Pen en Francia o del «modelo iliberal» del húngaro Viktor Orban?
Aquí ha sido, sin duda, el presidente del partido -argumentario en mano- el que ha contestado al periodista de la pregunta impertinente: «Ni fulano ni mengano, nosotros somos Vox y yo soy Santiago Abascal. No andamos buscando primos ni rechazando alianzas».
He recordado entonces el día que le estreché la mano por primera vez, cuando aparte de sonreírme como sólo hacen los que saben hacer amigos en los bares y seguidores en los mítines, me la dejó algo entumecida por su firmeza. Si sentí que ese tipo podía ser –como les decía la semana pasada– un buen compañero de cañas es, entre otras cosas, por eso que nos dejan los jesuitas a todos los que pasamos por sus manos. Aunque él no lo admite -«permíteme que lo dude, hice Sociología en Deusto, pero no tengo gran formación religiosa, algo que lamento»-, yo creo que esos curas dejan impronta, y nos reconocemos.
El asunto es que Vox traslada a la política parte de la moral católica –derogación de la ley del aborto, defensa de la familia tradicional, etc-, pero Santi vuelve a convertirse en Abascal si le pides que elija entre la gama de grises que van del nacionalcatolicismo franquista al «papa montonero» que ocupa hoy el Vaticano: «Vox es un partido político, no una orden religiosa».
¿Y cuándo el verbo se hizo carne? Yo sé que el hoy líder del PP, Pablo Casado, querría abrazar a Vox y, como dice su mentor el ex presidente José María Aznar, reunificar todo el espectro de centro derecha. También intuyo que, más allá de la política, Casado y Abascal deben de tener buena relación, quizás hasta amistad personal. Pero me temo que pasando del parchís al póquer, para lo primero sí puede ser Santi, pero para lo segundo es Abascal, el político del momento.
Ante mi última cuestión -«oye Santi, dame una clave de por qué, cuándo, cómo tuviste que irte del PP y fundar Vox»-, constato la distancia política por la literalidad de su respuesta: «Empecé a distanciarme en 2008 y decidí irme en 2013. Todo comenzó por la traición de Rajoy a María San Gil y concluyó por la asunción del fin de la doctrina Parot«.
Y también por el tono en que la expresa… porque creo que en ésta sí me contestó más la persona que el político… o quizás era que ésta es la única contestación en la que no se jugaba que alguien descubra eso que no sé si temo como periodista o deseo como colega: que el líder de Vox es posible que sea el más moderado de su partido.
Puede que no se lo pueda permitir. O que yo me lo invente.
Alberto D. Prieto es Jefe de Sección de EL ESPAÑOL.