Por Jurate Rosales
Cuando fui a votar en las elecciones de concejales el domingo pasado, saqué mentalmente la cuenta de las familias que conozco y calculé cuántos miembros de cada familia todavía están en Venezuela para ir a votar. Mi cuenta fue que de cada familia, sólo quedan en Venezuela los ancianos (ni siquiera todos), mientras que el resto de grandes y numerosas familias se han ido en un esfuerzo para sobrevivir.
Así que mentalmente revisé la gente que conozco y que se ha ido, y me percaté que no había quien pueda votar, porque están fuera de Venezuela. La cuenta de los que se fueron salió tan abultada, que me impresionó. Al final, no encontraba ni una sola familia, donde algunos, o muchos, o todos, no se hayan ido. También me di cuenta que igual se van los hijos que vivían en un rancho de tablas, como el que creció en una mansión. La única diferencia es que unos se fueron a pie y otros con pasaje en vuelo comercial.
Después de ese ejercicio mental, no me sorprendí cuando escuché al alcalde de Chacao explicar que en tal o cual edificio, no recuerdo cuánto por ciento de los apartamentos están cerrados, sin ocupantes. Sé que esto es cierto: familias enteras los cierran, encargan a alguien de pasar de vez en cuando y se van, buscando escapar de las penurias y sobre todo – de la desesperanza.
Es algo que yo viví hace muchos años cuando nosotros también, los de mi familia, tuvimos que huir de mi nativa Lituania para no caer de nuevo en un sistema comunista. Ya habíamos vivido bajo el comunismo y sabíamos cómo era, ahora, nuevamente, con el avance del Ejército Rojo soviético, sabíamos que la situación era “o te vas, o te mueres de hambre y mengua, o terminas preso en un campo de concentración”. Estábamos en junio 1944. Recuerdo claramente cuando se armaron las maletas – justo lo que cada uno puede cargar en la mano – un poco de ropa, un puñito de fotos de la familia, bastante comida para aguantar el mayor tiempo posible y los documentos, empezando por la partida de nacimiento y los certificados de colegio, diplomas, reconocimientos. Recuerdo, como hoy, el momento cuando mi madre cerró la puerta de la casa y colocó la llave debajo de la alfombrita donde uno se limpiaba los pies antes de entrar. Después – más nunca.
Salimos en un tren repleto de mucha gente, familias, y todas cargaban el mismo sufrimiento y sus maletas eran como las de nosotras cuatro: éramos mi mamá, su hermana, o sea mi tía, mi hermanita menor y yo, de 13 años.
Cuando el tren pasó frente a una barrera que marcaba la frontera de Lituania, alguien lo dijo y se oyeron unos llantos. La gente lloraba.
Lo más grave era que todos, recuerdo que absolutamente todos, estábamos convencidos que pronto regresaremos. Pensaba que la casita nos estará esperando exactamente como la dejamos, que cuando estaremos de regreso, nada habrá cambiado, porque nos parecía imposible que la ocupación ruso-comunista pueda durar más de un año. Pues salimos en 1944 y esa ocupación soviética duró hasta el 11 de marzo 1990, cuando los propios lituanos, al precio de sacrificio de vidas, fueron el primer país de los que integraban la Unión Soviética, en declararse independiente.
Cuando hago memoria y me pregunto cómo logró la pequeña Lituania ser el primer país que inició el desmembramiento de la URSS, puedo dar fe personalmente, cómo pasó. En 1989 viajé de Venezuela a Lituania como periodista. Fui testigo presencial de que, pasadas tantas décadas, no había división entre gente del gobierno soviético y los que exigían el fin de ese régimen. Los únicos en ese momento en ser los “irreductibles” eran los de la diáspora, muchos ya ciudadanos de los países que los albergaron, pero llenos de rencores y deseos de castigar a todos los comunistas. En cambio, los que vivían en Lituania, se sentían unidos todos juntos para sacudir aquel modo de vida sin suficientes alimentos, sin comodidades, cuando el resto del mundo los tenían. Para llegar a esa unión, fueron necesarios dos cambios generacionales, varios millones de presos políticos que cumplieron sus penas y la convicción unánime de que todos por igual, desean otro tipo de vida.
Me pregunto cómo terminará ahora lo de Venezuela y lo primordial es que no tengan que esperar hasta que sus vidas se arraiguen en otras tierras, porque nunca – nunca – les desaparecerá el sufrimiento de la partida.
Cuando muchas décadas después, regresé de visita a Lituania, busqué la dirección y la casita donde mi mamá había dejado la llave bajo la alfombrita. Encontré la calle, el sitio, pero la casita que era de madera, chiquita, preciosa, no existía. Mamá y mi tía la habían dejado con todo lo que tenía adentro y me di cuenta que lo único que de todo eso me quedaba, era un recuerdo entre grato y doloroso.
Aconsejo a los venezolanos, unirse para no esperar tanto.