Por Roberto Mansilla Blanco, Corresponsal en España.
El 2018 presenció una alianza estratégica entre Rusia y China que, desde Eurasia hasta Venezuela, parece tener incidencia a la hora de presionar a EEUU y Europa de cara a un 2019 tenso y convulso.
En su última comparecencia ante los medios de comunicación rusos e internacionales en Moscú, el presidente Vladimir Putin acusó a EEUU de “elevar el riesgo de una guerra nuclear” tras la reciente decisión de Washington, realizada en septiembre pasado, de abandonar el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INEF por sus siglas en inglés), suscrito en 1987, entonces con la desaparecida URSS.
Pero mientras Putin acusaba a la administración de Donald Trump de conducir al mundo “hacia el precipicio”, su balance de 2018 no puede ser más positivo para sus intereses.
El Oso y el Dragón
Putin no sólo se ha re-reelegido presidencialmente por cuarta vez, ahora hasta 2024, sino que ha sellado una alianza estratégica clave con su vecina China en el marco del IV Foro Económico Oriental de Rusia, celebrado a mediados de año. El acuerdo estratégico sino-ruso se completó con un inédito ejercicio militar conjunto que despertó inmediatas reacciones (y preocupaciones) en Occidente.
El 2018 ha consolidado la alianza estratégica establecida por Putin y su homólogo chino Xi Jinping, quien también ha reforzado su cada vez más autocrático poder en el Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh) de octubre pasado. La alianza euroasiática entre Putin y Xi tiene otros dos aliados estratégicos clave en Turquía e Irán, toda vez se avanzan las perspectivas de incluir a India en esta ecuación.
El avance del proyecto chino de las Nuevas Rutas de la Seda también se ha consolidado durante este 2018. Todo ello fortalece aún más el nexo entre Moscú y Beijing, toda vez Putin ya parece persuadido a reconocer que su flamante Unión Euroasiática impulsada desde 2015 no ha logrado consolidarse económicamente, más allá del aspecto geopolítico.
La reciente decisión de Trump de retirar los 2.000 efectivos militares estadounidenses de Siria revela otro triunfo geopolítico para Putin, ya que consolida a Rusia como la verdadera potencia hegemónica en Oriente Próximo, el históricamente denominado “espacio contiguo” periférico de la geopolítica rusa. Con ello, Washington deja en manos de Putin y de sus aliados turco e iraní no sólo el futuro de Siria, sino la recomposición de piezas geopolíticas que, al parecer, le aguarda a la región.
Putin también ha logrado imprimir una óptica de pragmatismo para su política en Oriente Próximo. Rusia es la única potencia con capacidad de interlocución y de influencia en las decisiones de todos los grandes actores regionales, desde Irán, Israel y Arabia Saudita (entrampada por el oscuro caso de asesinato del periodista disidente Kashoggi) hasta Turquía y Egipto.
Paralelo a esto, ni siquiera la crisis del mar de Azov con Ucrania ocurrida a finales de noviembre tras el apresamiento ruso de tres buques ucranianos, ha afectado seriamente los imperativos geopolíticos de Putin. Su reacción ha sido discreta, sin estridencias, midiendo sus pasos a fin de no provocar mayores tensiones. Ucrania va a elecciones presidenciales en marzo de 2019, y en ello también gravitará el radio de influencia geopolítica indirecta rusa.
Por último, Putin ha logrado en este 2018 otro cálculo geopolítico estratégico: mantener en el poder al régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, incluso signando con ello una perspectiva de sumisión y dependencia económica y financiera de Maduro con el Kremlin.
A esta ecuación se le suma el “retorno militar” ruso al Caribe vía Venezuela, tal y como observamos recientemente con el envío de dos aviones nucleares rusos TU-160 a Caracas y las calculadas declaraciones de abrir una base militar rusa en La Orchila.
Independientemente de que Putin y el Kremlin vean esto como una posibilidad real, la táctica disuasoria rusa parece estar funcionando, principalmente con respecto a Washington. Con ello, Putin parece alejar definitivamente la perspectiva de una intervención militar exterior en Venezuela, hoy prácticamente una posibilidad inviable, a pesar de las recientes declaraciones del próximo presidente brasileño Jair Bolsonaro (asumirá el próximo 1º de enero de 2019) de prometer la “liberación de Venezuela” del “nefasto socialismo”.
A pesar del mayoritario rechazo internacional a la investidura ilegal e ilegítima de Maduro el próximo 10 de enero de 2019 para un nuevo período presidencial hasta 2025, Rusia parece decidida a seguir apoyando a Maduro. La clave es si lo hará a toda costa, o más bien con ello esté buscando posicionarse como un actor imprescindible ante la posibilidad de que la dramática crisis venezolana termine por degradar a Maduro, propiciando una transición aún incipiente.
El mundo de Xi
En diciembre de 2018, China celebró el 40º aniversario de la apertura económica capitalista iniciada en 1978 por el sucesor de Mao, Deng Xiaoping, y que ha propiciado que, cuatro décadas después, el “gigante asiático” se convirtiera en la segunda potencia económica mundial, después de EEUU.
En octubre de 2019, China celebrará el 70º aniversario de la creación de la República Popular China (RPCh), la obra cumbre de Mao, su fundador. Lo hará con Xi al mando, abanderado de la cuarta generación de líderes chinos desde 1949, con un país abocado ya no únicamente al “socialismo con características chinas”, sino más bien al “capitalismo con características chinas”. Un capitalismo robusto con capacidad estatal para impulsar el comercio exterior, pero con una estructura política autoritaria, bajo el manto y la dirección inobjetable del PCCh.
El 2019 abrirá el período decisivo lanzado por Xi hace tres años, cuando impulsó el proyecto de las Nuevas Rutas de la Seda en 2015. El objetivo es sellar completamente este proyecto para el año 2049, cuando se cumpla el centenario de la RPCh. Y con ello abrir la segunda mitad del siglo XXI, la que se anuncia como el “siglo de China”.
Para ese momento, y por razones biológicas, Xi ya no estará al frente de la RPCh, por lo que la sucesión institucionalizada y pactada comenzará a cobrar forma desde ahora, toda vez el reciente Congreso del PCCh sepultó el “legado de Deng Xiaoping” de mantener el equilibrio político de evitar la reelección indefinida y de asegurar una rotación proporcional y colegiada de cargos políticos. Xi logró afianzar la “reelección indefinida”, pero con ello también abre la veda de una hipotética sucesión.
Asegurado su poder, Xi también ha roto otros de los esquemas inalterables del legado de Deng: una política exterior de bajo perfil, mucho más discreta. Xi ha sido el abanderado del mayor activismo global de la política exterior china, con la perspectiva de asegurar el “sueño chino” que, simbólicamente, se confunde con el “sueño de Xi”: el legítimo deseo de China de recuperar su supremacía histórica, en este caso a nivel mundial.
Para ello, Xi ata las alianzas estratégicas chinas desde Asia-Pacífico hasta el hemisferio occidental. A pesar de la negativa española manifestada por Pedro Sánchez durante la visita de Xi a Madrid, las Nuevas Rutas de la Seda pretenden llegar hasta Europa, América Latina y el hemisferio occidental.
El sureste asiático y el Pacífico es un mercado económico dominado de facto por Beijing, sólo entorpecido por la presencia naval militar estadounidense (con Taiwán como eje de presión) y un Japón que desea volver a recuperarse de sus dos “décadas perdidas”, tras la crisis financiera asiática de 1998.
Pero existen desafíos para esta pretensión hegemónica china. La ralentización de su crecimiento económico (del 6.5% en 2018) y el envejecimiento demográfico (a pesar de la reciente decisión de Xi de claudicar la política del “hijo único”) son factores que demuestran que China está inmersa en un proceso de reformas donde los compromisos internacionales desde su entrada en la OMC (2003) y la presión vía Washington, pueden procrear una leve desestabilización en la autoridad de Xi.
Por ello, no se descarta que, de aquí a la fecha histórica simbólica de 2049, China se vea inevitablemente envuelta ante una posible “década perdida” que obligue a ralentizar su frenético ritmo de activismo y expansión económica global.
Trump gira en un trompo
A pesar de no salir tan mal parado como se esperaba en las recientes elecciones del mid-term de noviembre, controlando la mayoría en el Senado, la presidencia de Trump va a seguir observando tensiones internas en el 2019.
La reciente renuncia del jefe del Pengátono, James Mattis, quien dejará oficialmente el cargo en febrero próximo, revela la naturaleza sintomática de la administración Trump: improvisación, tensiones internas y renuncias constantes. Todo ello evidencia los síntomas de falta de sintonía de Trump con sus colaboradores.
Mattis muy probablemente se marcha frustrado por sus diferencias con Trump para tratar de manera más asertiva con Rusia y China, el eje estratégico euroasiático que amenaza la hegemonía atlantista liderada por un Washington que, con Trump, no parece asegurar ni observar su promesa de “Make America Great Again”. Más bien, el diagnóstico apunta a una disminución de esa hegemonía estadounidense.
Tampoco parecen mejorar las relaciones con una Europa atrapada en el ascenso de los populismos, el interminable Brexit y unas elecciones parlamentarias europeas previstas para mayo, que modificarán el mapa político interno de la UE. El 2019 evidenciará otro fait accompli geopolítico: el declive definitivo de Europa como soft-power o “poder blando” con alguna capacidad de equilibrar el sistema mundial.
Sólo el giro populista de derechas que está presenciando América Latina vía Bolsonaro puede constituir un alivio para un Trump que también observa cómo Rusia y China se posicionan precisamente en su periferia hemisférica occidental.
El 2019 será decisivo también para sondear las aspiraciones de reelección presidencial de Trump en 2020. Todo un terreno incierto para el controvertido magnate convertido en presidente. Un diagnóstico muy diferente al de sus rivales, Putin y Xi, quienes se ven cada vez más consolidados en su poder. Pero quienes también tendrán que comenzar a calcular objetivamente la posibilidad de una sucesión de consenso, que permitan mantener sus respectivos legados.